ESPECIALIZACIÓN INFORMÁTICA EDUCATIVA

viernes, 9 de diciembre de 2011

GRADO 10 PICARESCA LAZARILLO DE TORMES

RESUMEN 1
Capitulo 1.-Lázaro y el ciego. La idea central es la evolución de Lázaro, que pasa de ser un niño ingenuo e inocente, sin conocimientos de la vida, a convertirse en el paradigma de "pícaro", muchacho joven que debe defenderse por sí mismo en la vida para poder comer cada día. Una referencia constante en este tratado será la del "hambre": Lázaro dedica todos sus esfuerzos a engañar al ciego, un hombre de gran astucia, para conseguir algo de comida o de vino cada día. Al finalizar el tratado, Lázaro se venga de todas las palizas a las que lo sometió el ciego engañando a su amo y abandonándolo a su suerte.
Capitulo 2.-Lázaro y el clérigo de Maqueda. El clérigo al que sirve Lázaro es un hombre mezquino y miserable, que se niega a alimentar adecuadamente a su sirviente, y que guarda los pocos alimentos que hay en su casa bajo llave en un arca. Lázaro, atenazado una vez más por el hambre y enflaquecido, debe agudizar su astucia al máximo para poder hacerse con algún mendrugo de pan que llevarse a la boca. Finalmente, enterado el clérigo de los engaños y robos del muchacho, decide prescindir de sus servicios.
Capitulo 3.-Lázaro y un escudero. El escudero es un noble de bajo nivel venido a menos, que vive en la más absoluta miseria pero que, aún así, se empeña en mantener una falsa imagen de tranquilidad, respetabilidad y riqueza. Lázaro no comprende las ínfulas de grandeza de su amo, pero se compadece de él y lo alimenta muchas veces. Acosado por los acreedores, el escudero huye de la ciudad, por lo que, esta vez, es el amo el que abandona al criado.
Capitulo 4.-Lázaro y un fraile de la Merced. Lázaro habla de su nuevo amo, un fraile de la Merced poco amigo de las obligaciones propias de un religioso y que se pasa el día de un lado para otro atendiendo "ciertos negocios" cuya naturaleza nunca se aclara. Además, el tratado finaliza diciendo: "por estas y otras cosillas que no cuento, dejé a mi amo". Este final deja todas las posibilidades abiertas: ¿qué serán esas "cosillas" por las que Lázaro decidió dejar al fraile?
Capitulo 5.- Lázaro y un buldero. El buldero era un sacerdote que se dedicaba a recorrer las parroquias vendiendo bulas, indulgencias papales que permitían que quienes las compraran no tuvieran que cumplir con ciertos preceptos religiosos (como el ayuno, abstenerse de carne durante la Cuaresma, etc.). Lázaro describe las sucias artimañas utilizadas por el sacerdote para vender sus bulas, sin ningún tipo de sentimiento religioso verdadero y con el único objetivo de conseguir buenos beneficios.
Capitulo 6.- Lázaro con un capellán. Una vez más, el amo de Lázaro será un religioso. En este caso, el capellán permite que Lázaro trabaje como aguador por la ciudad. Una vez que el muchacho ha conseguido beneficios y ha podido cambiar sus ropajes, Lázaro decide dejar el trabajo y buscarse un nuevo amo.
Capitulo 7.- Lázaro cuenta el motivo de su carta. Tras trabajar con un alguacil (policía), empleo que le pareció demasiado peligroso, Lázaro se pone al servicio de un arcipreste, quien le sugiere que contraiga matrimonio con una de sus sirvientas. Cuentan las malas lenguas en la ciudad que, en realidad, el deseo del arcipreste era dar un aire de decencia a su relación con la mujer de Lázaro, que en realidad era su barragana (amante).
Lázaro, que conoce los rumores, prefiere hacer oídos sordos: ha alcanzado la "felicidad" y cierto renombre en la ciudad, eso sí, a cambio de renunciar a su honor y de permitir las infidelidades de su esposa.

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jueves, 8 de diciembre de 2011

grado 11 Crimen y Castigo

FEDOR
DOSTOIEWSKI
CRIMEN Y
CASTIGO
Revisado por: Carlos J. J.
PRIMERA PARTE
I
Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro
joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! -pensó con una sonrisa extraña -. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer... "eso"? ¿Es que, p or lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo
esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro.
Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven. Era, dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido,
de una talla que rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente, sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella costumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en que nuestro joven habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos amontonados en aquellos callejones y callejuelas del centro de Petersburgo ponían en el cuadro tintes tan singulares, que ni la figura más chocante podía llamar a nadie la atención.
Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un desprecio tan feroz hacia todo, que, a pesar de su altivez natural un tanto ingenua, exhibía sus harapos sin rubor alguno. Otra cosa habría sido si se hubiese encontrado con alguna persona conocida o algún
viejo camarada, cosa que procuraba evitar.
Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó nerviosamente la mano al sombrero cuando un borracho al que transportaban, no se sabe adónde ni por qué, en una carreta vacía que arrastraban al trote dos grandes caballos, le dijo a voz en grito:
-¡Eh, tú, sombrerero alemán!
Era un sombrero de copa alta, circular, descolorido por el uso, agujereado, cubierto de manchas, de bordes desgastados y l leno de abolladuras. Sin embargo, no era la vergüenza, sino otro sentimiento, muy parecido al terror, lo que se había apoderado del joven.
-Lo sabía -murmuró en su turbación -, lo presentía. Nada hay peor que esto. Una nadería, una insignificancia, puede malograr todo el negocio. Sí, este sombrero llama la atención; es tan ridículo, que atrae las miradas. El que va vestido con estos pingajos necesita una
gorra, por vieja que sea; no esta cosa tan horrible. Nadie lleva un sombrero como éste. Se me distingue a una versta a la redonda. Te recordarán. Esto es lo importante: se acordarán de él, andando el tiempo, y será una pista... Lo cierto es que hay que llamar la atención lo menos posible. Los pequeños detalles... Ahí está el quid. Eso es lo que acaba por perderle a uno.

No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que tenía que dar desde la puerta de su casa; exactamente setecientos treinta. Los había contado un día, cuando la concepción de su proyecto estaba aún reciente. Entonces ni é l mismo creía en
su realización. Su ilusoria audacia, a la vez sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios. Ahora, transcurrido un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su irresolución, se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar suyo, a llamar «negocio» a aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo, aunque siguiera dudando de sí mismo.
Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada paso que daba. Con el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un temblor nervioso, llegó, al fin, a un inmenso edificio, una de cuyas fachadas daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido en inf inidad de pequeños departamentos habitados por modestos artesanos de toda especie: sastres, cerrajeros... Había allí cocineras, alemanes, prostitutas, funcionarios de ínfima categoría. El ir y venir de gente era continuo a través de las puertas y de los do s patios del inmueble. Lo guardaban tres o cuatro porteros, pero nuestro joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno.
Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha, estrecha y oscura como era propio de una escalera de servicio . Pero estos detalles eran familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le disgustaban: en aquella oscuridad no había que temer a las
miradas de los curiosos.
«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a llevar a cabo de verdad el "negocio"?», pensó involuntariamente al llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el oficio de mozos y estaban sacando los muebles de un departamento ocupado -el joven lo sabía- por un funcionario alemán casado.
«Ya que este alemán se muda -se dijo el joven-, en este rellano no habrá durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto está más que bien.»
Llamó a la puerta de la vieja. La campanilla resonó tan débilmente, que se diría que era de hojalata y no de cobre. Así eran las campanillas de los pequeños departamentos en todos los grandes edificios semejantes a aquél. Pero el joven se había olvidado ya de
este detalle, y el tintineo de la campanilla debió de despertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se estremeció. La debilidad de sus nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha abertura, la inquilina observó al intruso con evidente desconfianza.
Sólo se veían sus ojillos brillando en la sombra. Al ver que había gente en el rellano, se tranquilizó y abrió la puerta. El joven franqueó el umbral y entró en un vestíbulo oscuro, dividido en dos por un tabique, tras el cual había una minúscula cocina. La vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer menuda, reseca, de unos sesenta años, con una nariz puntiaguda y unos ojos chispeantes de malicia.
Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un rubio desvaído y con sólo algunas hebras grises, estaban embadurnados de aceite.
Un viejo chal de franela rodeaba su cuello, largo y descarnado como una pata de pollo, y, a pesar del calor, llevaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. La tos la sacudía a cada momento. La vieja gemía. El joven debió de mirarla de un modo algo
extraño, pues los menudos ojos recobraron su expresión de desconfianza.
-Raskolnikof, estudiante. Vine a su casa hace un mes -barbotó rápidamente, inclinándose a medias, pues se había dicho que debía mostrarse muy amable.
-Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente -articuló la vieja, sin dejar de mirarlo con una expresión de recelo.
-Bien; pues he venido para un negocillo como aquél -dijo Raskolnikof, un tanto turbado y sorprendido por aquella desconfianza.
«Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez», pensó, desagradablemente impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar. Después indicó al visitante la puerta de su habitación, mientras se apartaba para dejarle pasar.
-Entre, muchacho.
La reducida habitación donde fue introducido el joven tenía las paredes revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían ante sus ventanas, adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol poniente iluminaba la habitación.
«Entonces -se dijo de súbito Raskolnikof-, también, seguramente lucirá un sol como éste.»
Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el menor detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de particular. El mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de respaldo curvado, una mesa ovalada colocada
ante el sofá, un tocador con espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún valor, que representaban señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la mano. Esto era todo.
En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de limpieza.
«Esto es obra de Lisbeth», pensó el joven.
Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el departamento.
«Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una limpieza semejante», se dijo Raskolnikof. Y dirigió, con curiosidad y al soslayo, una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la segunda habitación, también sumamente
reducida, donde estaban la cama y la cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había más piezas en el departamento.
-¿Qué desea usted? -preguntó ásperamente la vieja, que, apenas había entrado en la habitación, se había plantado ante él para mirarle frente a frente.
-Vengo a empeñar esto.
Y sacó del bolsillo un viejo reloj de plata, en cuyo dorso había un grabado que representaba el globo terrestre y del que pendía una cadena de acero.
-¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le presté! El plazo terminó hace tres días.
-Le pagaré los intereses de un mes más. Tenga paciencia.
-¡Soy yo quien ha de decidir tener paciencia o vender inmediatamente el objeto empeñado, jovencito!
-¿Me dará una buena cantidad por el reloj, Alena Ivanovna?
-¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen amigo. La vez pasada le di dos hermosos billetes por un anillo que podía obtenerse nuevo en una joyería por sólo rublo y medio.
-Deme cuatro rublos y lo desempeñaré. Es un recuerdo de mi padre. Recibiré dinero de un momento a otro.
-Rublo y medio, y le descontaré los intereses.
-¡Rublo y medió!
-exclamó el joven.
-Si no le parece bien, se lo lleva.

domingo, 4 de diciembre de 2011

I GUERRA MUNDIAL GRADO 9

http://www.youtube.com/watch?v=xRAITVg0MJM

GRADO 11. REVOLUCIÓN FRANCESA.

http://www.youtube.com/watch?v=IvZKvBAaXbQ

http://www.youtube.com/watch?v=pfqkHiJFWmw&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=ZxYjEulojwg&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=dVHWGi749ig&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=zXwpPzzLQzo&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=baiEMc4o2Qg&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=BKUngky0c50&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=QLX1AvnUf3w&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=DS_H774qQ0U&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=-XIq9aVK2es&feature=related