Texto de Juan Manuel de
Prada. "Vindicación del libro" (1)
La
consideración de la biblioteca como ámbito casi religioso, como refugio o
templo donde el hombre halla abrigo en su andadura huérfana por la tierra, la
expresa, quizá mejor que nadie, Jean-Paul Sartre, en su hermosísima
autobiografía Las palabras, donde comparece el niño que fue, respaldado por el
silencio sagrado de los libros: "No sabía leer aún, y ya reverenciaba
aquellas piedras erguidas -escribe Sartre con unción-: derechas o inclinadas,
apretadas como ladrillos en los estantes de la biblioteca o noblemente
esparcidas formando avenidas de menhires. Sentía que la prosperidad de nuestra
familia dependía de ellas. Yo retozaba en un santuario minúsculo, rodeado de
monumentos pesados, antiguos, que me habían visto nacer, que habían de verme
morir y cuya permanencia me garantizaba un porvenir tan tranquilo como el
pasado". Esta quietud callada y a la vez despierta de los libros, esta
condición suya de dioses penates o vigías del tiempo que velan por sus
poseedores y abrigan su espíritu los convierte en el objeto más formidablemente
reparador que haya podido concebir el hombre. El libro, en apariencia inerte y
mudo, nos reconforta con su elocuencia, porque entre sus páginas se aloja
nuestra biografía espiritual; y es esta capacidad suya para invocar los hombres
que hemos sido es lo que lo convierte en nuestro interlocutor más valioso y
ajeno a las contingencias del tiempo.
Yo
también puedo decir con legítimo orgullo que "los libros fueron mis
pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo", como
escribe Sartre en algún pasaje de su autobiografía. También para mí la
biblioteca ha sido, como para Sartre, "el mundo atrapado en un
espejo"; también para mí la lectura ha sido una vocación de permanencia
que ha exaltado y consolado mis días. Por eso contemplo con cierto preocupado
escepticismo esas proclamas más o menos elegíacas que nos hablan de la muerte
inminente de estos compañeros del alma. Los profesionales de la catástrofe y
los apóstoles del progreso coinciden en afirmar que los avances en el ámbito de
las comunicaciones electrónicas acabarán expoliando ese templo tan costosamente
erigido a lo largo de los siglos. Jamás he participado de esta visión fatalista
y lúgubre; como Humberto Eco, pienso que las nuevas tecnologías están
difundiendo una nueva y pujante forma de cultura, pero se muestran incapaces de
satisfacer todas nuestras demandas intelectuales. La comunicación electrónica
viaja por delante de nosotros, se adelanta a nuestras inquisiciones,
procurándonos un copioso caudal de información; los libros, en cambio, viajan
con nosotros y acicatean nuestras pesquisas, deparándonos el difícil venero del
conocimiento. Precisamente porque no ofrecen soluciones rápidas e instantáneas,
precisamente porque estimulan nuestra curiosidad perenne, tienen la
supervivencia garantizada.
Habría
que analizar sin ofuscaciones jeremíacas, junto a sus ventajas utilitarias
innegables, los perjuicios o pérdidas que nos inflige la lectura electrónica.
La digitalización de textos, las redes y foros interactivos han conseguido
liberarnos de las "ataduras" del libro; de este modo, la lectura
electrónica se ha convertido en una especie de "simultaneidad
textual" que inculca un sentido fragmentario de la realidad, repudia las elaboraciones
abstractas, disminuye nuestra capacidad retentiva y mutila nuestra percepción
de la historia. También devalúa nuestra especial actitud ante el lenguaje; a
nadie se le escapa que las palabras leídas o escritas en la pantalla de un
ordenador (palabras cambiantes que se desvanecen o actualizan sin cesar) poseen
un estatuto menos estable que las palabras inamovibles de un libro. La
comunicación electrónica niega el carácter ritual y perdurable del lenguaje,
que es como negar sus posibilidades como vehículo para transmitir conocimiento,
relegándolo a una mera condición vicaria de transmisor de informaciones. Así se
alcanza ese estadio pavoroso de depauperación lingüística, donde las
arquitecturas sintácticas se desploman y los matices de la expresión -la ironía
y la metáfora, la argumentación y el ingenio verbal- son suplantados por un
rudimentario conglomerado del que ha desertado la belleza.
Existe,
además, una razón primordial por la que el libro mantendrá siempre su
supremacía sobre la lectura electrónica. Se trata de su condición de abrigo
para el espíritu, de esa especial disposición para trascender y explicar el
tiempo y garantizarnos "un porvenir tan tranquilo como el pasado".
Cada vez que nos asomamos a un libro, escapamos de un mundo aturdido por la banalidad
y el vértigo para lanzarnos a la conquista de otro mundo más verdadero y
postular una realidad enaltecedora. La peculiaridad de esta conquista consiste
en que no se trata de un mero ejercicio de evasión, pues -como muy bien
entendió Proust- la lectura deja libre la conciencia para la introspección
reflexiva. Al leer no nos limitamos a absorber contenidos, a estimular nuestras
dotes imaginativas o a mejorar nuestras habilidades verbales; por el contrario,
regresamos a nuestro mundo aturdido por la banalidad y el vértigo con una
cosecha de iluminaciones que irradian su influjo sobre la realidad y nos
enseñan a ser mejores. Este viaje de ida y vuelta, además, nos hace dueños de
nuestro propio tiempo, de nuestra duración en la tierra; la aventura de leer un
libro nos proporciona el incalculable gozo de aprehender y comprender nuestra
vida, no sólo los acontecimientos que poblaron su pasado, sino también los que
otorgarán su argumento al incierto y multiforme futuro. Esta sensación de
clarividencia explica, por ejemplo, ese curioso fenómeno que todo lector
verdadero ha experimentado: con frecuencia nos ocurre que tratamos de evocar en
vano el asunto de un libro que nos hizo felices en el pasado, y, sin embargo,
¡cuán vívidamente recordamos el estado de ánimo, el clima espiritual en que la
lectura de dicho libro nos instaló, proyectándose como una reminiscencia hacia
el futuro!
Creo,
con cierta certeza, que esta compleja y hermosa forma de clarividencia, este
sutilísimo consuelo espiritual que alumbra nuestros días sólo nos lo puede
procurar un libro, jamás un artilugio electrónico. Quizá porque, como decía al
principio, el libro es un objeto sagrado que nos habita por dentro y nos
vincula religiosamente con la vida. Sabemos que los israelitas condenados al
destierro custodiaban el rollo de pergamino del Torah en el Arca de la Alianza,
un receptáculo portátil que reproducía en miniatura el templo de Salomón. Los
libros siempre han propendido a ocupar un recinto sagrado; no me refiero ya a
las populosas y exactas bibliotecas, sino al recinto más sagrado del alma
humana. Puedo concebir, en un esfuerzo de la imaginación, una utopía funesta
como la que ideó Roy Bradbury, en la que los libros hayan sufrido persecución y
alimentado el fuego, como pájaros asesinados, para sobrevivir instalados en la
memoria agradecida de unos pocos hombres libres. No puedo concebir, en cambio,
a un hombre libre deshabitado de libros; sería tanto como imaginarlo desposeído
de alma, extraviado en los pasadizos lóbregos de un mundo que no comprende.
Apoyo
léxico (2)
Abrigo.
Auxilio, amparo.
Comparecer.
Presentarse alguien donde ha acordado o donde está convocado.
Erguir.
Levantar y poner derecha una cosa.
Unción.
Devoción, recogimiento y perfección con que el ánimo se entrega a la exposición
de una idea, a la realización de una obra, etc.
Menhir.
Monumento megalítico que consiste en una piedra larga hincada verticalmente en
el suelo.
Retozar.
Saltar y brincar alegremente.
Penates.
En la mitología romana, divinidades menores que protegían a la familia,
especialmente contra la pobreza y falta de alimentos.
Contingencia.
Riesgo, proximidad de un daño.
Escepticismo.
Desconfianza o duda de la verdad o eficacia de alguna cosa.
Proclama.
Anuncio público, de viva voz o por escrito.
Elegíaca.
Lastimera, triste.
Expoliar.
Despojar con injusticia o con violencia.
Erigir.
Levantar.
Lúgubre.
Sombrío, profundamente triste.
Inquisición.
Indagación, averiguación o examen cuidadoso de una cosa.
Acicatear.
Incitar, estimular.
Pesquisa.
Indagación o investigación para descubrir algo.
Deparar.
Suministrar, proporcionar, conceder.
Jeremíaca.
Que gime o se lamenta con exceso.
Ritual.
Relacionado con el rito, conjunto de reglas establecidas para el culto y las
ceremonias religiosas.
Vicaria.
Sustitutiva.
Depauperación.
Empobrecimiento.
Rudimentario.
Simple, elemental.
Conglomerado.
Conjunto formado a partir de una diversidad.
Banalidad.
Intrascendencia, vulgaridad o falta de importancia
Postular.
Pedir.
Introspección.
Observación interior de los propios actos o estados de ánimo o de conciencia.
Reminiscencia.
Recuerdo vago e impreciso.
Artilugio.
Mecanismo o artefacto, especialmente si resulta algo complicado. (Suele usarse
con sentido despectivo).
Utopía.
Plan, idea o concepción que se muestra como irrealizable en el momento de ser
concebido o formulado.
Lóbrego.
Oscuro, sombrío o tenebroso.