ESPECIALIZACIÓN INFORMÁTICA EDUCATIVA

miércoles, 29 de abril de 2015

TIPOS DE NARRADOR, GRADO 7


TALLER TIPOS DE NARRADOR
IDENTÍFICA EL TIPO DE NARRADOR EN CADA FRAGMENTO
1. Luego se habían metido poco a poco las dos y se iban riendo, conforme el agua les subía por las piernas y el vientre y la cintura. Se detenían, mirándose, y las risas les crecían y se les contagiaban como un cosquilleo nervioso. Se salpicaron y se agarraron dando gritos, hasta que ambas estuvieron del todo mojadas, jadeantes de risa.

                Sánchez Ferlosio, El Jarama

A.   3ª persona. Narrador omnisciente.
B.  3ª persona. Narrador observador.
C.  1ª persona. Narrador protagonista.

 2.La mañana del 4 de octubre, Gregorio Olías se levantó más temprano de lo habitual. Había pasado una noche confusa, y hacia el amanecer creyó soñar que un mensajero con antorcha se asomaba a la puerta para anunciarle que el día de la desgracia había llegado al fin.
A.     3ª persona. Narrador omnisciente.
B.     3º persona. Narrador observador.
C.    1ª persona. Narrador protagonista.

3. A los seis años ya había captado por completo su entorno mediante el olfato. No había ningún objeto en casa de madame Gaillard, ningún lugar en el extremo norte de la rue Charonne, ninguna persona, ninguna piedra, ningún árbol, arbusto o empalizada, ningún rincón, por pequeño que fuese, que no conociera, reconociera y retuviera en su memoria olfativamente, con su identidad respectiva. Había reunido y tenía a su disposición diez mil, cien mil aromas específicos, todos con tanta claridad, que no sólo se acordaba de ellos cuando volvía a olerlos, sino que los olía realmente cuando los recordaba; y aún más, con su sola fantasía era capaz de combinarlos entre sí, creando nuevos olores que no existían en el mundo real.

Süskind, P. El perfume
A.  3ª persona. Narrador omnisciente.
B.  3ª persona. Narrador observador.
C.  1ª persona. Narrador protagonista

 4. Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim, y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericano más triste. Desesperados he visto muchos. Tristes como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo volví a verlo.

Roberto Bolaño, Jim
A.  3ª persona. Narrador omnisciente.
B.  3ª persona. Narrador observador.
C.  1ª persona. Narrador protagonista.

5. Fue entonces cuando se torció el tobillo [...] Cayó en mala posición: el empeine del pie izquierdo cargó con todo el peso del cuerpo. Al pronto sintió un dolor agudísimo; pensó que se había roto el pie. Con alguna dificultad, sentado en el césped, se quitó la zapatilla y el calcetín, comprobó que el tobillo no estaba hinchado. El dolor amainó en seguida, y Mario se dijo que con suerte el percance no revestiría mayor importancia. Se puso el calcetín y la zapatilla; se incorporó; caminó con cuidado: una punzada le desgarraba el tobillo.

Javier Cercas, El inquilino
A. 3ª persona. Narrador omnisciente.
B. 3ª persona. Narrador observador.
C.  1ª persona. Narrador protagonista.

GRADO 10 INTERTEXTUALIDAD, CIRCE, LA ODISEA, HOMERO, JULIO CORTAZAR


HOLA CHICOS
Publico los textos, debido a que son extensos no es necesario imprimirlos, yo leds daré el taller para que realicen la relación intertextual.

CIRCE

JULIO CORTÁZAR

And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her hand. But while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my crashing fall through the tangled boughs beneath her feet, and saw the dead white faces that welcomed me in the pit.

Dante Gabriel Rossetti

The Orchard-Pit

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia -“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”- y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un libro- a la muchacha que había matado a sus dos novios.



Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: "La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo", y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.



Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los veintidós.



Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo -Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.



Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una "visita", y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.



Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.



“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.



Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas. "A Héctor...", empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.



-Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.



Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa... Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”



Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.



Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.



Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. "Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso", dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: "Lo hice para vos". Los Mañara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.



A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón.” Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.



Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.



No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.



Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.



Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.



A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.



-El pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.



-Hay que renovarle más seguido el agua -propuso.



-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.



A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.



Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.



-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.



Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.



Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. "Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares". Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: "Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel". Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.



Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.



-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.



-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?



-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...



-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.



-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso Mario.



-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual, yo la conozco bien.



-¿Antes de qué?



-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.



Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.



Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.



Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.



-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama...



Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.



Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.



ODISEO EN LA ISLA DE LA HECHICERA CIRCE



Y llegamos a la isla de Eea, donde habita Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, hermana carnal del sagaz Eetes: ambos habían nacido de Helios, el que lleva la luz a los mortales, y de Perses, la hija de Océano.

«Allí nos dejamos llevar silenciosamente por la nave a lo largo de la ribera hasta un puerto acogedor de naves y es que nos conducía un dios. Desembarcamos y nos echamos a dormir durante dos días y dos noches, consumiendo nuestro ánimo por motivo del cansancio y el dolor. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, tomé ya mi lanza y aguda espada y, levantándome de junto a la nave, subí a un puesto de observación por si conseguía divisar labor de hombres y oír voces. Cuando hube subido a un puesto de observación, me detuve y ante mis ojos ascendía humo de la tierra de anchos caminos a través de unos encinares y espeso bosque, en el palacio de Circe. Asi que me puse a cavilar en mi interior si bajaría a indagar, pues había vistó humo enrojecido.



«Mientras así cavilaba me pareció lo mejor dirigirme primero a la rápida nave y a la ribera del mar para distribuir alimentos a mis compañeros, y enviarlos a que indagaran ellos. Y cuando ya estaba cerca de la curvada nave, algún dios se compadeció de mí -solo como estaba-, pues puso en mi camino un enorme ciervo de elevada cornamenta. Bajaba éste desde el pasto del bosque a beber al río, pues ya lo tenía agobiado la fuerza del sol. Así que en el momento en que salía lo alcancé en medio de la espalda, junto al espinazo. Atravesólo mi lanza de bronce de lado a lado y se desplomó sobre el polvo chillando y su vida se le escapó volando. Me puse sobre él, saqué de la herida la lanza de bronce y lo dejé tirado en el suelo. Entre tanto, corté mimbres y varillas y, trenzando una soga como de una braza, bien torneada por todas partes, até los pies del terrible monstruo. Me dirigí a la negra nave con el animal colgando de mi cuello y apoyado en mi lanza, pues no era posible llevarlo sobre el hombro con una sola mano y es que la bestia era descomunal. Arrojéla por fin junto a la nave y desperté a mis compañeros, dirigiéndome a cada uno en particular con dulces palabras:

«"Amigos, no descenderemos a la morada de Hades por muy afligidos que estemos , hasta que nos llegue el día señalado. Conque, vamos, mientras tenemos en la rápida nave comida y bebida, pensemos en comer y no nos dejemos consumir por el hambre."

«Así dije, y pronto se dejaron persuadir por mis palabras. Se quitaron de encima las ropas, junto a la ribera del estéril mar, y contemplaron con admiración al ciervo y es que la bestia era descomunal. Así que cuando se hartaron de verlo con sus ojos, lavaron sus manos y se prepararon espléndido festín.

«Así pasamos todo el día, hasta que se puso el sol, dándonos a comer abundante carne y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad nos echamos a dormir junto a la ribera del mar.

«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa los reuní en asamblea y les comuniqué mi palabra:

«"Escuchad mis palabras, compañeros, por muchas calamidades que hayáis soportado. Amigos, no sabemos dónde cae el Poniente ni dónde el Saliente, dónde. se oculta bajo la tierra Helios, que alumbra a los mortales, ni dónde se levanta. Conque tomemos pronto una resolución, si es que todavía es posible, que yo no lo creo. Al subir a un elevado puesto de observación he visto una isla a la que rodea, como corona, el ilimitado mar. Es isla de poca altura, y he podido ver con mis ojos, en su mismo centro, humo a través de unos encinares y espeso bosque."

«Así dije, y a mis compañeros se les quebró el corazón cuando recordaron las acciones de Antifates Lestrigón y la violencia del magnánimo Cíclope, el comedor de hombres. Lloraban a gritos y derramaban abundante llanto; pero nada conseguían con lamentarse. Entonces dividí en dos grupos a todos mis compañeros de buenas grebas y di un jefe a cada grupo. A unos los mandaba yo y a los otros el divino Euríloco. Enseguida agitamos unos guijarros en un casco de bronce y saltó el guijarro del magnánimo Euríloco. Conque se puso en camino y con él veintidós compañeros que lloraban, y nos dejaron atrás a nosotros gimiendo también.

«Encontraron en un valle la morada de Circe, edificada con piedras talladas, en lugar abierto. La rodeaban lobos montaraces y leones, a los que había hechizado dándoles brebajes maléficos, pero no atacaron a mis hombres, sino que se levantaron y jugueteaban alrededor moviendo sus largas colas. Como cuando un rey sale del banquete y le rodean sus perros moviendo la cola pues siempre lleva algo que calme sus impulsos , así los lobos de poderosas uñas y los leones rodearon a mis compañeros, moviendo la cola. Pero éstos se echaron a temblar cuando vieron las terribles bestias. Detuviéronse en el pórtico de la diosa de lindas trenzas y oyeron a Circe que cantaba dentro con hermosa voz, mientras se aplicaba a su enorme e inmortal telar ¡y qué suaves, agradables y brillantes son las labores de las diosas! Entonces comenzó a hablar Polites, caudillo de hombres, mi más preciado y valioso compañero:

«"Amigos, alguien no sé si diosa o mujer está dentro cantando algo hermoso mientras se aplica a su gran telar que todo el piso se estremece con el sonido . Conque hablémosle enseguida."

«Así dijo, y ellos comenzaron a llamar a voces. Salió la diosa enseguida, abrió las brillantes puertas y los invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero Euríloco se quedó allí barruntando que se trataba de una trampa. Los introdujo, los hizo sentar en sillas y sillones, y en su presencia mezcló queso, harina y rubia miel con vino de Pramnio. Y echó en esta pócima brebajes maléficos para que se olvidaran por completo de su tierra patria.

«Después que se lo hubo ofrecido y lo bebieron, golpeólos con su varita y los encerró en las pocilgas. Quedaron éstos con cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos, pero su mente permaneció invariable, la misma de antes. Así quedaron encerrados mientras lloraban; y Circe les echó de comer bellotas, fabucos y el fruto del cornejo, todo lo que comen los cerdos que se acuestan en el suelo.

«Conque Euríloco volvió a la rápida, negra nave para informarme sobre los compañeros y su amarga suerte, pero no podía decir palabra con desearlo mucho , porque tenía átravesado el corazón por un gran dolor: sus ojos se llenaron de lágrimas y su ánimo barruntaba el llanto. Cuando por fin le interrogamos todos llenos de admiración, comenzó a contarnos la pérdida de los demás compañeros:

«"Atravesamos los encinares como ordenaste, ilustre Odiseo, y encontramos en un valle una hermosa mansión edificada con piedras talladas, en lugar abierto. Allí cantaba una diosa o mujer mientras se aplicaba a su enorme telar; los compañeros comenzaron a llamar a voces; salió ella, abrió las brillantes puertas y nos invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero yo no me quedé por barruntar que se trataba de una trampa. Así que desaparecieron todos juntos y no volvió a aparecer ninguno de ellos, y eso que los esperé largo tiempo sentado."

«Así habló; entonces me eché al hombro la espada de clavos de plata, grande, de bronce, y el arco en bandolera, y le ordené que me condujera por el mismo camino, pero él se abrazó a mis rodillas y me suplicaba, y, lamentándose, me dirigía aladas palabras:

« "No me lleves allí a la fuerza, Odiseo de linaje divino; déjame aquí, pues sé que ni volverás tú ni traerás a ninguno de tus compañeros. Huyamos rápidamente con éstos, pues quizá podamos todavía evitar el día funesto".

«Así habló, pero yo to contesté diciendo:

«"Euríloco, quédate tú aquí comiendo y bebiendo junto a la negra nave, que yo me voy. Me ha venido una necesidad imperiosa."



«Así diciendo, me alejé de la nave y del mar. Y cuando en mi marcha por el valle iba ya a llegar a la mansión de Circe, la de muchos brebajes, me salió al encuentro Hermes, el de la varita de oro, semejante a un adolescente, con el bozo apuntándole ya y radiante de juventud. Me tomó de la mano y, llamándome por mi nombre, dijo:

«"Desdichado, ¿cómo es que marchas solo por estas lomas, desconocedor como eres del terreno? Tus compañeros están encerrados en casa de Circe, como cerdos, ocupando bien construidas pocilgas. ¿Es que vienes a rescatarlos? No creo que regreses ni siquiera tú mismo, sino que te quedarás donde los demás. Así que, vamos, te voy a librar del mal y a salvarte. Mira, toma este brebaje benéfico, cuyo poder te protegerá del día funesto, y marcha a casa de Circe. Te voy a manifestar todos los malvados propósitos de Circe: te preparará una poción y echará en la comida brebajes, pero no podrá hechizarte, ya que no lo permitirá este brebaje benéfico que te voy a dar. Te aconsejaré con detalle: cuando Circe trate de conducirte con su larga varita, saca de junto a tu muslo la aguda espada y lánzate contra ella como queriendo matarla. Entonces te invitará, por miedo, a acostarte con ella. No réchaces por un momento el lecho de la diosa, a fin de que suelte a tus compañeros y te acoja bien a ti. Pero debes ordenarla que jure con el gran juramento de los dioses felices que no va a meditar contra ti maldad alguna ni te va a hacer cobarde y poco hombre cuando te hayas desnudado".

«Así diciendo, me entregó el Argifonte una planta que había arrancado de la tierra y me mostró su propiedades: de raíz era negra, pero su flor se asemejaba a la leche. Los dioses la llaman moly, y es difícil a los hombres mortales extraerla del suelo, pero los dioses lo pueden todo.



«Luego marchó Hermes al lejano Olimpo a través de la isla boscosa y yo me dirigí a la mansión de Circe. Y mientras marchaba, mi corazón revolvía muchos pensamientos. Me detuve ante las puertas de la diosa de lindas trenzas, me puse a gritar y la diosa oyó mi voz. Salió ésta, abrió las brillantes puertas y me invitó a entrar. Entonces yo la seguí con el corazón acongojado. Me introdujo e hizo sentar en un sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado, y bajo mis pies había un escabel. Preparóme una pócima en copa de oro, para que la bebiera, y echó en ella un brebaje, planeando maldades en su corazón.

«Conque cuando me lo hubo ofrecido y lo bebí aunque no me había hechizado , tocóme con su varita y, llamándome por mi nombre, dijo:

«"Marcha ahora a la pocilga, a tumbarte en compañía de tus amigos."

«Así dijo, pero yo, sacando mi aguda espada de junto al muslo, me lancé sobre Circe, como deseando matarla. Ella dió un fuerte grito y corriendo se abrazó a mis rodillas y, lamentándose, me dirigió aladas palabras:

«"¿Quién y de dónde eres? ¿Dónde tienes tu ciudad y tus padres? Estoy sobrecogida de admiración, porque no has quedado hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes. Nadie, ningún otro hombre ha podido soportarlos una vez que los ha hebido y han pasado el cerco de sus dientes. Pero tú tienes en el pecho un corazón imposible de hechizar. Así que seguro que eres el asendereado Odiseo, de quien me dijo el de la varita de oro, el Argifonte que vendría al volver de Troya en su rápida, negra nave. Conque, vamos, vuelve tu espada a la vaina y subamos los dos a mi cama, para que nos entreguemos mutuamente unidos en amor y lecho."

«Así dijo, pero yo me dirigí a ella y le contesté:

«"Circe, ¿cómo quieres que sea amoroso contigo? A mis compañeros los has convertido en cerdos en tu palacio, y a mí me retienes aquí y, con intenciones perversas, me invitas a subir a tu aposento y a tu cama para hacerme cobarde y poco hombre cuando esté desnudo. No desearía ascender a tu cama si no aceptaras al menos, diosa, jurarme con gran juramento que no vas a meditar contra mí maldad alguna."

«Así dije, y ella al punto juró como yo le había dicho. Conque, una vez que había jurado y terminado su promesa, subí a la hermosa cama de Circe.

«Entre tanto, cuatro siervas faenaban en el palacio, las que tiene como asistentas en su morada. Son de las que han nacido de fuentes, de bosques y de los sagrados ríos que fluyen al mar. Una colocaba sobre los sillones cobertores hermosos y alfombras debajo; otra extendía mesas de plata ante los sillones, y sobre ellas colocaba canastillas de oro; la tercera mezclaba delicioso vino en una crátera de plata y distribuía copas de oro, y la cuarta traía agua y encendía abundante fuego bajo un gran trípode y así se calentaba el agua. Cuando el agua comenzó a hervir en el brillante bronce, me sentó en la bañera y me lavaba con el agua del gran trípode, vertiendola agradable sobre mi cabeza y hombros, a fin de quitar de mis miembros el cansancio que come el vigor. Cuando me hubo lavado, ungido con aceite y vestido hermosa túnica y manto, me condujo e hizo sentar sobre un sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado y bajo mis pies había un escabel. Una sierva derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro, para que me lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. La venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas, favoreciéndome entre los presentes. Y me invitaba a que comiera, pero esto no placía a mi ánimo y estaba sentado con el pensamiento en otra parte, pues mi ánimo presentía la desgracia. Cuando Circe me vio sentado sin echar mano a la comida y con fuerte pesar, colocóse a mi lado y me dirigió aladas palabras:



«"¿Por qué, Odiseo, permaneces sentado como un mudo consumiendo tu ánimo y no tocas siquiera la comida y la bebida? Seguro que andas barruntando alguna otra desgracia, pero no tienes nada que temer, pues ya te he jurado un poderoso juramento."

«Así habló, y entonces le contesté diciendo:

«"Circe, ¿qué hombre como es debido probaría comida o bebida antes de que sus compañeros quedaran libres y él los viera con sus ojos? Conque, si me invitas con buena voluntad a beber y comer, suelta a mis fieles compañeros para que pueda verlos con mis ojos."

«Así dije; Circe atravesó el mégaron con su varita en las manos, abrió las puertas de las pocilgas y sacó de allí a los que parecían cerdos de nueve años. Después se colocaron enfrente, y Circe, pasando entre ellos, untaba a cada uno con otro brebaje. Se les cayó la pelambre que había producido el maléfico brebaje que les diera la soberana Circe y se convirtieron de nuevo en hombres aún más jóvenes que antes y más bellos y robustos de aspecto. Y me reconocieron y cada uno me tomaba de la mano. A todos les entró un llanto conmovedor -toda la casa resonaba que daba pena , y hasta la misma diosa se compadeció de ellos. Así que se vino a mi lado y me dijo la divina entre las diosas:

«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, marcha ya a tu rápida nave junto a la ribera del mar. Antes que nada, arrastrad la nave hacia tierra, llevad vuestras posesiones y armas todas a una gruta y vuelve aquí después con tus fieles compañeros."

«Así dijo, mi valeroso ánimo se dejó persuadir y me puse en camino hacia la rápida nave junto a la ribera del mar. Conque encontré junto a la rápida nave a mis fieles compañeros que lloraban lamentablemente derramando abundante llanto. Como las terneras que viven en el campo salen todas al encuentro y retozan en torno a las vacas del rebaño que vuelven al establo después de hartarse de pastar (pues ni los cercados pueden ya retenerlas y, mugiendo sin cesar corretean en torno a sus madres), así me rodearon aquéllos, llorando cuando me vieron con sus ojos. Su ánimo se imaginaba que era como si hubieran vuelto a su patria y a la misma ciudad de Itaca, donde se habían criado y nacido. Y, lamentándose, me decían aladas palabras:

«"Con tu vuelta, hijo de los dioses, nos hemos alegrado lo mismo que si hubiéramos llegado a nuestra patria Itaca. Vamos, cuéntanos la pérdida de los demás compañeros."

«Así dijeron, y yo les hablé con suaves palabras:

«"Antes que nada, empujaremos la rápida nave a tierra y llevaremos hasta una gruta nuestras posesiones y armas todas. Luego, apresuraos a seguirme todos, para que veáis a vuestros compañeros comer y beber en casa de Circe, pues tienen comida sin cuento."

«Así dije, y enseguida obedecieron mis ordenes. Sólo Euríloco trataba de retenerme a todos los compañeros y, hablándoles, decía aladas palabras:

«"Desgraciados, ¿a dónde vamos a ir? ¿Por qué deseáis vuestro daño bajando a casa de Circe, que os convertirá a todos en cerdos, lobos o leones para que custodiéis por la fuerza su gran morada, como ya hizo el Cíclope cuando nuestros compañeros llegaron a su establo y con ellos el audaz Odiseo? También aquéllos perecieron por la insensatez de éste."

«Así habló; entonces dudé si sacar la larga espada de junto a mi robusto muslo y, cortándole la cabeza, arrojarla contra el suelo, aunque era pariente mío cercano. Pero mis compañeros me lo impidieron, cada uno de un lado, con suaves palabras:

«"Hijo de los dioses, dejaremos aquí a éste, si tú así lo ordenas, para que se quede junto a la nave y la custodie. Y a nosotros llévanos a la sagrada mansión de Circe."

«Así diciendo, se alejaron de la nave y del mar. Pero Euríloco no se quedó atrás, junto a la cóncava nave, sino que nos siguió, pues temía mis terribles amenazas.

«Entre tanto, Circe lavó gentilmente a mis otros compañeros que estaban en su morada, los ungió con brillante aceite y los vistió con túnicas y mantos. Y los encontramos cuando se estaban banqueteando en el palacio. Cuando se vieron unos a otros y se contaron todo, rompieron a llorar entre lamentos, y la casa toda resonaba. Así que la divina entre las diosas se vino a mi lado y dijo:

«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no excitéis más el abundance llanto, pues también yo conozco los trabajos que habéis sufrido en el ponto lleno de peces y los daños que os han causado en tierra firme hombres enemigos. Conque, vamos, comed vuestra comida y bebed vuestro vino hasta que recobréis las fuerzas que teníais el día que abandonasteis la tierra patria de la escarpada Itaca; que ahora estáis agotádos y sin fuerzas; con el duro vagar siempre en vuestras mientes. Y vuestro ánimo no se llena de pensamientos alegres, pues ya habéis sufrido mucho."

«Así dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Allí nos quedamos un año entero día tras dia , dándonos a comer carne en abundancia y delicioso vino. Pero cuando se cumplió el año y volvieron las estaciones con el transcurrir de los meses ya habían pasado largos días , me llamaron mis fieles compañeros y me dijeron:

«"Amigo, piensa ya en la tierra patria, si es que tu destino es que te salves y llegues a tu bien edificada morada y a tu tierra patria."

«Así dijeron, y mi valeroso ánimo se dejó persuadir. Estuvimos todo un día, hasta la puesta del sol, comiendo carne en abundancia y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad, mis compañeros se acostaron en el sombrío palacio. Pero yo subí a la hermosa cama de Circe y, abrazándome a sus rodillas, la supliqué, y la diosa escuchó mi voz. Y hablándole, decía aladas palabras:

«"Circe, cúmpleme la promesa que me hiciste de enviarme a casa, que mi ánimo ya está impaciente y el de mis compañeros, quienes, cuando tú estás lejos, me consumen el corazón llorando a mi alrededor."

«Así dije, y al punto contestó la divina entre las diosas:

«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis más tiempo en mi palacio contra vuestra voluntad. Pero antes tienes que llevar a cabo otro viaje; tienes que llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al alma del tebano Tiresias, el adivino ciego, cuya mente todavía está inalterada. Pues sólo a éste, incluso muerto, ha concedido Perséfone tener conciencia; que los demás revolotean como sombras."

«Así dijo, y a mí se me quebró el corazón. Rompí a llorar sobre el lecho, y mi corazón ya no quería vivir ni volver a contemplar la luz del sol.

«Cuando me había hartado de llorar y de agitarme, le dije, contestándole:

«"Circe, ¿y quién iba a conducirme en este viaje? Porque a la mansión de Hades nunca ha llegado nadie en negra nave."

«Así dije, y al punto me contestó la divina entre las diosas:

«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no sientas necesidad de guía en tu nave. Coloca el mástil, extiende las blancas velas y siéntate. El soplo de Bóreas la llevará, y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las planas riberas y al bosque de Perséfone esbeltos álamos negros y estériles cañaverales, amarra la nave allí mismo, sobre el Océano de profundas corrientes, y dirígete a la espaciosa morada de Hades. Hay un lugar donde desembocan en el Aqueronte el Piriflegetón y el Kotyto, difluente de la laguna Estigia, y una roca en la confluencia de los dos sonoros ríos. Acércate allí, héroe así te lo aconsejo , y, cavando un hoyo como de un codo por cada lado, haz una libación en honor de todos los muertos, primero con leche y miel, luego con delicioso vino y en tercer lugar, con agua. Y esparce por encima blanca harina. Suplica insistentemente a las inertes cabezas de los muertos y promete que, cuando vuelvas a Itaca, sacrificarás una vaca que no haya parido, la mejor, y llenarás una pira de obsequios y que, aparte de esto, sólo a Tiresias le sacrificarás una oveja negra por completo, la que sobresalga entre vuestro rebaño. Cuando hayas suplicado a la famosa rata de los difuntos, sacrifica allí mismo un carnero y una borrega negra, de cara hacia el Erebo; y vuélvete para dirigirte a las corrientes del río, donde se acercarán muchas almas de difuntos. Entonces ordena a tus compañeros que desuellen las víctimas que yacen en tierra atravesadas por el agudo bronce, que las quemen después de desollarlas y que supliquen a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Y tú saca de junto al muslo la aguda espada y siéntate sin permitir que las inertes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre antes de que hayas preguntado a Tiresias. Entonces llegará el adivino, caudillo de hombres, que te señalará el viaje, la longitud del camino y el regreso, para que marches sobre el ponto lleno de peces."

domingo, 19 de abril de 2015

USO DE LOS SIGNOS DE PUNTUACIÓN GRADO 11


Ejercicio: Coloca el punto y coma (;) en donde corresponda.

Texto N°1:
El niño, que detesta la escuela el joven, que maldice los estudios graves el Gobierno, que los proscribe de sus cátedras y hasta los persigue en ocasiones el profesor, que repite año tras año la misma cantilena, suspirando con el alumno por la hora dichosa de las vacaciones que ha de emanciparlos a entrambos, son, después de la atonía del espíritu nacional, el más elocuente testimonio contra un orden de cosas que sólo por excepción deja de inspirar tedio. Con ser tan miserables los recursos materiales consagrados a su subsistencia, quizá todavía exceden al beneficio que produce.

Extraído de "Instrucción y educación", de Francisco Giner de los Ríos, 1879.

Texto N°2:
Tengo un sobrino, y vamos adelante, que esto nada tiene de particular. Este tal sobrino es un mancebo que ha recibido una educación de las más escogidas que en este nuestro siglo se suelen dar es decir esto que sabe leer, aunque no en todos los libros, y escribir, si bien no cosas dignas de ser leídas contar no es cosa mayor, porque descuida el cuento de sus cuentas en sus acreedores, que mejor que él se las saben llevar baila como discípulo de Veluci canta lo que basta para hacerse de rogar y no estar nunca en voz monta a caballo como un centauro, y da gozo ver con qué soltura y desembarazo atropella por esas calles de Madrid a sus amigos y conocidos de ciencias y artes ignora lo suficiente para poder hablar de todo con maestría.

Extraído de "Empeños y desempeños (artículo parecido a otros)", de Mariano José de Larra.

Texto N°3:
No era un hombre perverso, no era capaz de maldad declarada, ni de bien era un compuesto insípido de debilidad y disipación, corrompido más por contacto que por malicia propia uno de tantos un individuo que difícilmente podría diferenciarse de otro de su misma jerarquía, porque la falta de caracteres, salvas notabilísimas excepciones, ha hecho de ciertas clases altas, como de las bajas, una colectividad que no podrá calificarse bien hasta que los progresos del neologismo no permitan decir las masas aristocráticas.

Extraído de "La familia de León Roch", de Benito Pérez Galdós. WIkisource.

Texto N°4:
El rico tenía más pellas que un cebón, por lo que la gente del barrio le llamaba D. Juan Botija: hablaba recio, como la campana gorda [14] de la iglesia pisaba fuerte, como el que pisa en lo suyo rara vez se descubría, y, sin embargo, todos los sombreros se inclinaban a su paso fumaba puros, y vivía en una casa propia, con cancela y fuente en el patio.

Extraído de "Cuentos para niños", de Luis Coloma. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Texto N°5:
Si, confiado en la superioridad de su genio, no supo unir la adulación a las dotes de su talento si, mirando desdeñosamente los intereses materiales, no acertó a mendigar un favor del poderoso favor menguado, que apartándole de sus nobles ocupaciones, le convierte en lisonjeador de oficio o en mecánico oficinista, todo su saber, por grande que sea, bastará tal vez a conquistarle un lugar distinguido en las crónicas literarias acaso la posteridad encomiará su genio, acaso levantará estatuas a su memoria pero en tanto su vida se consumirá angustiosa en medio de tristes privaciones y aquel hondo despecho que produce en el alma un desdén injusto, abreviará sus días, y muy luego le conducirá al ignorado sepulcro, que en vano buscarán sus futuros admiradores.

Extraído de "Costumbres literarias", 1837, de Ramón de Mesonero Romanos.

Texto N°6:
Salieron de la habitación de la vieja bajaron la escalera y al llegar a la calle se encontraron con mucha gente atraída por el alboroto. Echaron a andar, el municipal y Luisito delante y detrás muchos hombres, mujeres y niños, cuyo número iba a cada paso en aumento. Llegaron a la casa y Luisito entró cabizbajo y cuando estuvo en presencia de su madre, que se hallaba muy inquieta, echose a sus pies y llorando le pidió perdón.
Ejercicio: Coloca la coma (,) en donde corresponda.

Texto N°1:
Entonces la salió un novio el hijo del médico Gandea muchacho guapo algo perdido. Amoríos vehementes una novela en acción. Según parece el muchacho quería llevar la novela a su último capítulo y ella se defendía defensa que tiene mucho mérito porque repito y los hechos lo han demostrado que se encontraba absolutamente bajo el imperio de la más férvida ilusión amorosa. Una de las señales que caracterizan el poderío de esta ilusión es el efecto extraordinario absolutamente fuera de toda relación con su causa que produce una palabra o una frase del ser querido.

Extraído de "Aire", de Emilia Pardo Bazán. Wikisource.

Texto N°2:
Ordinariamente la cajiga (roble) es el personaje bravío de la selva montañesa indómito y desaliñado. Nace donde menos se le espera: entre zarzales en la grieta de un peñasco a la orilla del río en la sierra calva en la loma del cerro en el fondo de la cañada... en cualquier parte.

Extraído de “El sabor de la tierruca”, de José María de Pereda. Wikisource.

Texto N°3:
Yo iba mirando a los cerrados balcones saludando con la imaginación a todos aquellos seres desconocidos que dejaba detrás de mí y que suponía entregados al sueño o bien pensaba en que seguirían viviendo allí rutinariamente más o menos años sin noticia alguna de que yo había pasado una mañana por delante de sus viviendas hasta que la muerte los obligase a viajar también a ellos de quienes al cabo de cierto tiempo tampoco tendrían noticia o memoria los nuevos habitadores de sus hogares...

Extraído de “Los seis velos”, de Pedro Antonio de Alarcón. Wikisource.

Texto N°4:
Estaban en medio de la campiña. No había por allí olivares ni huertas ni árbol que diese sombra sino terrenos sin roturar donde las plantas que más descollaban eran el romero y el tomillo entonces en flor y que exhalaban olor muy grato o bien extensas hojas de cortijo sembradas unas otras en barbecho o en rastrojo. Lo sembrado verdeaba alegremente porque aquel año había llovido bien y los trigos estaban crecidos y lozanos. El suelo formado de suaves lomas hacía ondulaciones y como no había árboles la vista se dilataba por grande extensión sin que nada le estorbase. Aquello parecía un desierto. No se descubría casa ni choza ni rastro de albergue humano por cuanto abarcaba la vista.

Extraído de “Para no perder el respeto”, de Juan Valera.. Wikisource.

Texto N°5:
La imitación servil del modelo consagrado la sujeción al canon oficial el principio de autoridad en el arte la fórmula tradicional el precepto empírico e inmutable son trabas tan aborrecibles para la nueva escuela como lo fueron para las batalladoras huestes del romanticismo; el arte académico oficial erudito y artificioso que ahoga la personalidad del artista mata la inspiración y la originalidad e impide el progreso del gusto objeto es de sus encarnizados ataques; pero el principio a nombre del cual se levanta en armas nada tiene de común con el que alentaba a los románticos.

Extraído de “El naturalismo en el arte”, de Manuel de la Revilla y Moreno.

Texto N°6:
¿Convenía o no la carretera? Por de pronto era una novedad y ya tenía ese inconveniente. Manín de Chinta además sentía abandonar la antigua calleja el camín rial un camino real que nunca había llegado a cuarto siquiera; porque pese a todas las sextaferias que habían abrumado de trabajo a los de la parroquia en ochavo se había quedado siempre aquella vía estrecha ardua monte arriba con abismos por baches y con peñascos charcos y pantanos por el medio.

Extraído de “La trampa”, de Leopoldo Alas Clarín. Wikisource.

Texto N°7:
La vela y centinela de la venta la burla de la pundonorosa Maritornes la disputa del yelmo y la albarda la refriega con los cuadrilleros el reconocimiento de don Fernando y Cardenio la aclaración de la intriga y su desenlace y la jaula por fin en que restituyen los enmascarados a su lugar al encantado caballero llenan todo el acto tercero; en la conclusión del cual ha tenido el autor la felicísima idea de herir la cuerda del orgullo nacional que ha resonado inmediatamente como era de esperar. El retrato del inmortal autor del Quijote se manifestó entre nubes a nuestra vista asombrada y ésta ha sido la primera vez que se ha creído al talento en nuestra patria digno de una especie de apoteosis.

Extraído de “Don Quijote de la Mancha en Sierra Morena”, de Mariano José de Larra.
EJERCICIO
1. Añada el punto seguido donde corresponda:
a) Muchos amigos se habían reunido se tenía que discutir la mejor forma para organizar la fiesta la reunión duró cerca de tres horas si bien no llegamos a algo completamente definido, pudimos delegar algunas tareas en la próxima reunión conversaremos sobre los avances que se han hecho.
b) El mejor trato que puedas recibir parte de tu propia forma de comportarte frente a los demás es ingenuo pensar sólo en uno mismo y esperar una buena respuesta de los otros cuando no se es medianamente atento a las necesidades ajenas pronto te darás cuenta de eso.
c) Aquiles, el célebre héroe griego, fue conocido por su furor en la batalla, el rencor contra sus enemigos y su orgullo de guerrero sin embargo, en la actualidad, estos valores han perdido vigencia nuestra atención se inclina sobre Héctor, príncipe troyano que representaba el compromiso con la patria y la familia a pesar de no ser un guerrero tan poderoso como el primero, comparte con el hombre de hoy la necesidad de formar un hogar y el deseo de protegerlo a pesar de tener todo en su contra.

LITERATURA DEL MODERNISMO GRADO 8


IDEAS DEL ARTE MODERNISTA
En esta época es cuando unos escritores manifiestan la necesidad imperante de una renovación y de una liberación con respecto al pasado del sub-continente marcado por la dominación extranjera en todos los aspectos de la vida.
Rechazar tajantemente la cultura hispánica se tornan hacia la francesa en particular

El americanismo siente como suya todas las tradiciones sin que ninguna le ate al pasado, y mira al porvenir como campo abierto a todas las posibilidades; sabe que América es hija de Europa y que al mismo tiempo no es Europa; aspira como cosa natural a sintetizar e integrar en América y en sí mismo todo lo que le llega de afuera, lo mismo que sus pueblos absorben la inmigración diversa, que en los días del Modernismo llegaba a todos ellos con intensidad variable y contribuía a su crecimiento y prosperidad… (Ib).
correspondencias entre la vida íntima del poeta (artista) y el mundo de los objetos, la libertad creadora; intimidad individual; la oposición tristeza, nostalgia y alegría, la evasión del mundo material (elevación), el gusto por la extravagancia, lo extraño, lo bello, lo vulgar, la elegancia, el color; el culto de la forma (la prioridad a la misma); la búsqueda de la exquisitez, el amor y de lo novedoso, y de la musicalidad; la fuerza de la sugestión; el cosmopolitismo (nativismo y extranjero); y el gusto por el verso libre y la prosa poética.
(imágenes, plasticidad, cromatismo, nuevos ritmos y sonoridades y contenidos
El movimiento modernista como tendencia basada en la individualidad,
[…] ser el vínculo que haga una y fuerte la idea americana en la universal comunión artística. […] Levantar oficialmente la bandera de la peregrinación estética que hoy hace con visible esfuerzo, la juventud de la América Latina a los Santos Lugares del Arte y a los desconocidos orientes del Ensueño. […] Trabajar por el brillo de la lengua castellana en América, y, al par que por el tesoro de sus riquezas antiguas, por el engrandecimiento de esas mismas riquezas en vocabulario, rítmica, plasticidad y matiz. […] Luchar porque prevalezca el amor a la divina belleza, tan combatida hoy por invasoras tendencias utilitarias. (Darío, citado en Yahni, 1974: 7).
“Azul” simbolizaría el infinito, la perfección, el ideal y el mundo espiritual. El tema central de libro Azul es la lucha y anhelos del arte frente a una sociedad insensible y positivista; lo cual se expresa a veces con tonos patéticos mediante sueños y alucinaciones, aunque de manera general predomina el tono idealizante.
a nuestro modo de leer, la estética modernista de Darío; para ilustrar el gusto del poeta por las correspondencias y traducir la exaltación del amor y la naturaleza como expresiones del estado de ánimo del mismo; un ser indudablemente en pos de un ideal artístico.

José Asunción Silva
NOCTURNO
Una noche,
Una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas,
Una noche,
En que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,
A mi lado, lentamente, contra mí ceñida toda,
Muda y pálida
Como si un presentimiento de amarguras infinitas,
Hasta el más secreto fondo de tus fibras te agitara,
Por la senda florecida que atraviesa la llanura
Caminabas,
Y la luna llena
Por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca,
Y tu sombra
Fina y lánguida,
Y mi sombra
Por los rayos de la luna proyectada
Sobre las arenas tristes
De la senda se juntaban
Y eran una
Y eran una
¡Y eran una sola sombra larga!
¡Y eran una sola sombra larga!
¡Y eran una sola sombra larga...!
Esta noche
Solo; el alma
Llena de infinitas amarguras y agonías de tu muerte,
Separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia,
Por el infinito negro,
Donde nuestra voz no alcanza,
Solo y mudo
Por la senda caminaba...
Y se oían los ladridos de los perros a la luna,
A la luna pálida
Y el chirrido de las ranas...
Sentí frío. Era el frío que tenían en la alcoba
Tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,
Entre las blancuras níveas
De las mortuorias sábanas!
Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte,
Era el frío de la nada...
Y mi sombra
Por los rayos de la luna proyectada,
Iba sola,
Iba sola,
¡Iba sola por la estepa solitaria!
Y tu sombra, esbelta y ágil
Fina y lánguida,
Como en esa noche tibia de la muerta primavera,
Como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas,
Se acercó y marchó con ella,
Se acercó y marchó con ella,
Se acercó y marchó con ella...
¡Oh las sombras enlazadas!
¡Oh las sombras de los cuerpos que se juntan con las sombras de las almas!
¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas…

El mal del siglo
EL PACIENTE:
Doctor, un desaliento de la vida
que en lo íntimo de mí se arraiga y nace,
el mal del siglo... el mismo mal de Werther,
de Rolla, de Manfredo y de Leopardi.
Un cansancio de todo, un absoluto
desprecio por lo humano... un incesante
renegar de lo vil de la existencia
digno de mi maestro Schopenhauer;
un malestar profundo que se aumenta
con todas las torturas del análisis...
EL MÉDICO:
-Eso es cuestión de régimen: camine
de mañanita; duerma largo; báñese;
beba bien; coma bien; cuídese mucho:
¡Lo que usted tiene es hambre...!

PORFIRIO BARBA JACOB
La canción de la vida profunda
"El hombre es cosa vana, variable y ondeante.....".
Montaigne
Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar...
Tal vez bajo otro cielo la gloria nos sonría...
La vida es clara, undívaga y abierta como un mar.
Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles,
como en Abril el campo, que tiembla de pasión:
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias,
el alma está brotando florestas de ilusión.
Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña oscura de oscuro pedernal:
la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en rútilas monedas tasando el Bien y el Mal.
Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos...
-¡niñez en el crepúsculo! ¡laguna de zafir!-
que un verso, un trino, un monte, un pájaro
que cruza,
¡y hasta las propias penas!, nos hacen sonreír...
Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer:
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.
Y hay días que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.
Mas hay también ¡oh Tierra! un día... un día... un día...
en que levamos anclas para jamás volver;
un día en que discurren vientos ineluctables...
¡Un día en que ya nadie nos puede retener!

Balada de la loca alegrÍa

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber y a danzar al son de mi canción...
Ciñe el tirso oloroso, tañe el jocundo címbalo.

Una bacante loca y un sátiro afrentoso
conjuntan en mi sangre su frenesí amoroso.

Atenas brilla, piensa y esculpe Praxiteles,
y la gracia encadena con rosas la pasión.

¡Ah de la vida parva, que no nos da sus mieles
sino con cierto ritmo y en cierta proporción!

Danzad al soplo de Dionisos que embriaga el corazón...

La Muerte viene, todo será polvo
bajo su imperio: ¡polvo de Pericles,
polvo de Codro, polvo de Cimón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-

a beber y a danzar al son de mi canción...

De Hispania fructuosa, de Galia deleitable,
de Numidia ardorosa, y de toda la rosa
de los vientos que beben las águilas romanas,
venid, puras doncellas y ávidas cortesanas.

Danzad en delitosos, lúbricos episodios,
con los esclavos nubios, con los marinos rodios.

Flaminio, de cabellos de amaranto,
busca para Heliogábalo en las termas
varones de placer... Alzad el canto,
reíd, danzad en báquica alegría,
y haced brotar la sangre que embriaga el corazón.

La Muerte viene, todo será polvo:
¡polvo de Augusto, polvo de Lucrecio,
polvo de Ovidio, polvo de Nerón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber y a danzar al son de mi canción...

Aldeanas del Cauca con olor de azucena;
montañesas de Antioquia, con dulzor de colmena;
infantinas de Lima, unciosas y augurales,
y princesas de México, que es como la alacena

familiar que resguarda los más dulces panales;
y mozuelos de Cuba, lánguidos, sensuales,
ardorosos, baldíos,
cual fantasmas que cruzan por unos sueños míos;

mozuelos de la grata Cuscatlán-¡oh ambrosía!-
y mozuelos de Honduras,
donde hay alondras ciegas por las selvas oscuras;

entrad en la danza, en el feliz torbellino:
reíd, jugad al son de mi canción:
la piña y la guanábana aroman el camino
y un vino de palmeras aduerme el corazón.

La Muerte viene, todo será polvo:
¡polvo de Hidalgo, polvo de Bolívar,
polvo en la urna, y rota ya la urna,
polvo en la ceguedad del aquilón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber -a danzar al son de mi canción...

La noche es bella en su embriaguez de mieles,
la tierra es grata en su cendal de brumas;
vivir es dulce, con dulzor de trinos;
canta el amor, espigan los donceles,
se puebla el mundo, se urden los destinos...

¡Que el jugo de las viñas me alivie el corazón!
A beber, a danzar en raudos torbellinos,
vano el esfuerzo, inútil la ilusión...

miércoles, 8 de abril de 2015

TALLER SIMÓN EL MAGO GRADO 8

LITERATURA DEL COSTUMBRISMO GRADO 8

TALLER


El siguiente es un cuentos costumbrista de Tomas Carrasquilla. ,  ya pueden empezar a leerlo. el taller aparece en la entrada titulada Taller sSimón el mago. Buena suerte muchachos...

Deben presentar un resumen escrito para comentarlo en clase, es importante para la actividad que realizaremos, que analicen los características  del cuento  que son propias de la literatura Costumbrista, tales como regionalismos, personajes típicos, creencias, descripción del paisaje rural; esta tarea se les facilitará si hacen el resumen atendiendo a las características que acabo de enumerar.
Gracias.
Feliz día

SIMÓN EL MAGO
Entre mis paisanos criticones y apreciadores de hechos es muy válido el de que mis padres, a fuer de bravos y pegones, lograron asentar un poco el geniazo tan terrible de nuestra familia. Sea que esta opinión tenga algún fundamento, sea un disparate, es lo cierto que si los autores de mis días no consiguieron mejorar su prole no fue por falta de diligencia: que la hicieron, y en grande.



¡Mis hermanas cuentan y no acaban de aquellas encerronas de día entero en esa despensa tan oscura donde tanto espantaban! Mis hermanos se fruncen todavía al recordar cómo crujía en el cuero limpio, ya la soga doblada en tres, ya el látigo de montar de mi padre. De mi madre se cuenta que llevaba siempre en la cintura, a guisa de espada, una pretina de siete ramales, y no por puro lujo: que a lo mejor del cuento, sin fórmula de juicio, la blandía con gentil desenfado, cayera donde cayera; amen de unos pellizcos menuditos y de sutil dolor con que solía aliñar toda reprensión.



¡Estos rigores paternales, bendito sea Dios, no me tocaron!



¡Sólo una vez en mi vida tuve de probar el amargor del látigo!



Con decir que fui el último de los hijos, y además enclenque y enfermizo, se explica tal blandura.



Todos en la casa me querían a cual más, siendo yo el mimo y la plata labrada de la familia; ¡y mal podría yo corresponder a tan universal cariño cuando todo el mío lo consagré a Frutos!



Al darme cuenta de que yo era una persona como todo hijo de vecino, y que podía ser querido y querer, encontré a mi lado a Frutos, que, más que todos y con especialidad, parecióme no tener más destino que amar lo que yo amase y hacer lo que se me antojara.



Frutos corría con la limpieza y arreglo de mi persona; y con tal maña y primor lo hacía, que ni los estregones de la húmeda toalla me molestaban cuando me limpiaba "esa cara de sol", ni sufría sofocones cuando me peinaba, ni me lastimaba cuando con una aguja y de un modo incruento extraía de mis pies una cosa que ... no me atrevo a nombrar.



Frutos me enseñaba a rezar, me hacía dormir y velaba mi sueño; despertábame a la mañana con el tazón de chocolate.



¿Qué más? Cuando, antes del almuerzo, llegaba de la escuela, ya estaba Frutos esperándome con la arepa frita, el chicharrón y la tajada.



Lo mejor de las comidas delicadas en cuya elaboración intervenía Frutos -que casi siempre consistían en chocolate sin harina, conservón de brevas y longanizas-, era para mí.



¡Válgame Dios! ¡Y las industrias que tenía! Regaba afrecho al pie del naranjo; ponía en el reguero una batea recostada sobre un palito; de éste amarraba una larga cabuya cuyo extremo cogía, yendo a esconderse tras una mata de caña a esperar que bajara el "pinche" a comer... Bajaba el pobre, y no bien había picoteado, cuando Frutos tiraba, y ¡zas!... ¡Debajo de la batea el pajarito para mí!



Cogía un palo de escoba, un recorte de pañete y unas hilachas; y, cose por aquí, rellena por allá, me hacía unos caballos de ojo blanco y larga crin, con todo y riendas, que ni para las envidias de los otros muchachos.



De cualquier tablita y con cerdas o hilillos de resorte me fabricaba unas guitarras de tenues voces; y cátame a mí punteando todo el día.



¡Y los atambores de tarros de lata! ¡Y las cometillas de abigarrada cola!



Con gracejo para mí sin igual contábame las famosas

aventuras de Pedro Rimales -Urde, que llaman ahora-, que me hacían desternillar de risa; transportábame a la "Tierra de Irasynovolverás", siguiendo al ave misteriosa de "la pluma de los siete colores", y me embelesaba con las estupendas proezas del "patojito", que yo tomaba por otras tantas realidades, no menos que con el cuento de "Sebastián de las Gracias", personaje caballeresco entre el pueblo, quien lo mismo echa una trova por lo fino, al compás de acordada guitarra que empunta alguno al otro mundo de un tajo, y cuya narración tiene el encanto de llevar los versos con todo y tonada, lo cual no puede variarse so pena de quedar la cosa sin autenticidad.



Con vocecilla cascada y sólo para solazarme entonaba Frutos unos aires del país -dizque se llamaban "Corozales"-, que me sacaban de este mundo: ¡tan lindos y armoniosos me parecían!



Respetadísimos eran en casa mis fueros. Pretender lo contrario estando Frutos a mi lado era pensar en lo imposible. Que "¡Este muchacho está muy malcriado!", decía mi madre; que "¡Es tema que le tienen al niño!", replicaba Frutos; que "¡Hay que darle azote!", decía mi padre; que "¡Eso sí que no lo verán!", saltaba Frutos, cogiéndome de la mano y alzando conmigo; y ese día se andaba de hocico, que no había quién se le arrimase.



¡Y cuando yo le contaba que en la escuela me habían castigado! ¡Virgen Santa! ¡Las cosas que salían de esa boca contra ese judío, ese verdugo de maestro; contra mamá, porque era tan madre de caracol y tan de arracacha que tales cosas permitía; contra mi padre, porque era tan de pocos calzones que no iba y le metía unos sopapos a ese viejo malaentraña! Con ocasión de uno de mis castigos escolares se le calentaron tanto las enjundias a Frutos, que se puso a la puerta de la calle a esperar el paso del maestro; y apenas lo ve se le encara midiéndole puño, y con enérgicos ademanes exclama: "¡Ah, maldito! ¡Pusiste al niño com'un Nazareno! Mío había de ser... pero mirá: ¡ti había di'arrancar esas barbas de chivo!". Y en realidad parecía que al pobre maestro no le iba a quedar pelo de barba. El dómine, que fuera de la escuela era un blando céfiro, quedóse tan fresco como si tal cosa; y yo "me la saqué", porque Frutos en los días de azote o férula me resarcía con usura, dándome todas las golosinas que topaba y mimándome con mil embelecos y dictados a cual más tierno: entonces no era yo "El niño" solamente, sino "Granito di'oro", "Mi reinito", y otras cosas de la laya.



En casa el de más ropa que relevar era yo, porque Frutos se lamentaba siempre de que "el niño" estaba en cueros, y empalagaba tanto a mi madre y a mis hermanas, que, quieras que no, me tenían que hacer o comprar vestidos; no así tal cual, sino al gusto de Frutos.



De todo esto resultó que me fui abismando en aquel amor hasta no necesitar en la vida sino a Frutos, ni respirar sino por Frutos, ni vivir sino para Frutos; los demás de la casa, hasta mis padres, se me volvieron costal de paja.



¿Qué vería Frutos en un mocoso de ocho años para fanatizarse así? Lo ignoro. Sólo sé que yo veía en Frutos un ser extraordinario, a manera de ángel guardián; una cosa allá que no podía definir ni explicarme, superior, con todo, a cuanto podía existir.



¡Y venir a ver lo que era Frutos!



Ella -porque era mujer y se llamaba Fructuosa Rúa- debía de tener en ese entonces de sesenta años para arriba. Había sido esclava de mis abuelos maternos. Terminada la esclavitud se fue de la casa, a gozar, sin duda, de esas cosas tan buenas y divertidas de la gente libre. No las tendría todas consigo, o acaso la hostigarían, porque años después hubo de regresar a su tierra un tanto desengañada. ¡Y cuenta que había conocido mucho mundo, y, según ella, disfrutado mucho más!



Encontrando a mi madre, a quien había criado, ya casada y con varios hijos, entró a nuestra casa como sirvienta en lo de carguío y crianza de la menuda gente. Por muchos años desempeñó tal encargo con alguna jurisdicción en las cosas de buen comer, y llevándola siempre al estricote con mi madre a causa de su genio rascapulgas y arriscado, si bien muy encariñada con todos allá a su modo, y respetando mucho a mi padre a quien llamaba "Mi Amito".



Mi madre la quería y la dispensaba las rabietas y perreras.



Frutos había tenido hijos; pero cuando mi crianza no estaban con ella, y no parecía tenerles mucho amor, porque ni los nombraba ni les hacía gran caso cuando por casualidad iban a verla. Por causa de la gota que padecía casi estaba retirada del servicio cuando yo nací; y al encargarse del benjamín de la casa hizo más de lo que sus fuerzas le permitían. A no ser porque su corazón se empeñó en quererme de aquel modo no soportara toda la guerra que la di.



Frutos era negra de pura raza; lo más negro que he conocido; de una negrura blanda y movible, jetona como ella sola, sobre todo en los días de vena que eran los más, muy sacada de jarretes y gacha. No sé si entonces usarían las hembras, como ahora, eso que tanto las abulta por detrás; sí lo usarían, porque a Frutos no le había de faltar; y era tal su tamaño que la pollera de percal morado que por delante barría le quedaba tan alta por detrás, que el ruedo anterior se veía blanquear, enredado en aquellos espundiosos dedos; de aquí el que su andar tuviese los balanceos y treguas de la gente patoja.



Camisa con escote y volante era su corpiño; en primitiva desnudez lucía su brazo roñoso y amorcillado; tapábase las greñudas "pasas" con pañuelo de color rabioso que anudaba en la frente a manera de oriental turbante; sólo para ir al templo se embozaba en una mantellina, verdusca ya por el tiempo; a paseo o demás negocio callejero iba siempre desmantada. Pero eso sí: muy limpia y zurcida, porque a pulcra en su persona nadie le ganó.



¡Muy zamba y muy fea! ¿No? Pues así y todo tenía ideas de la más rancia aristocracia, y hacía unas distinciones y deslindes de castas de que muchos blancos no se curan: no me dejaba juntar con muchachos mulatos, dizque porque no me tendrían el suficiente respeto cuando yo fuera un señor grande; jamás consintió que permaneciese en su cuarto, aunque estuviera con la gota, "porqui un blanco -decía- metido en cuarto de negras, s'emboba y se güelve un tientagallinas"; iguales razones alegaba para no dejarme ir a la cocina, y eso que el tal paraje me atraía: cuestión bucólica. Sólo por Nochebuena podía estarme allí cuanto quisiera, y hasta meter la sucia manita en todo; pero era porque en tan clásicos días toda la familia pasaba a la cocina. Mi padre y mis hermanos grandes, con toda su gravedad de señores muy principales, se daban sus vueltas por allí, y sacaban con un chuzo, de la hirviente cazuela, ya el dorado buñuelo, ya la esponjosa y retorcida hojuela; o bien haciendo del mecedor revolvían el pailón de natilla, que, revienta por aquí, revienta por más allá, formaba cráteres tamaños como dedales.



Las horas en que yo estaba en la escuela, que para Frutos eran de asueto, las pasaba ésta en hilar, arte en que era muy diestra; pero no bien el escolar se hacía sentir en la casa, huso, algodón y ovillo, todo iba a un rincón. "El niño" era antes que todo; sólo "el niño" la ponía de buen humor; sólo "el niño" arrancaba risas a esa boca donde palpitaban airadas palabras y gruñidos.



Admirada de este fenómeno, decía mi madre: "¡Este muchacho lo tendrá mi Dios para santo, cuando desde niño hace de estos milagros!".



Al amparo de tal patrocinio iba sacando yo un geniecillo tan amerengado y voluntarioso, ¡que no había trapos con qué agarrarme! Ora me revolcaba dándome de calabazadas contra todo lo que topaba; ora estallaba en furibundos alaridos acompañados de lagrimones, cuando no me daba por aventar las cosas o por morder.



Tía Cruz, persona muy timorata y cabal, al ver mis arranques, se permitió una vez decir delante de Frutos que "el niño" estaba "falto de rejo". ¡Más le hubiera valido ser muda a la buena señora! Frutos la hartó a desvergüenzas y la cobró una malquerencia tan grande, que siempre que la veía resoplaba de puro rabiosa.



Viendo los hilos que yo llevaba, solía protestar mi padre, y hasta manifestaba conatos de zurra; pero mamá lo aplacaba, diciéndole con las manos en la cabeza: "¡No te metás, por Dios! ¡Quién aguanta a Frutos!".



Y como de todo lo malo casi siempre me daba cuenta, comprendí que por este lado bien cogidos los tenía, y me aprovechaba para hacer de las mías. Cuando veía la cosa apurada "las prendía" a asilarme en los brazos de Frutos; tomábamos camino del jardín, lugar de nuestros coloquios, y una vez allí... ¡como si estuviéramos en la luna!



A medida que yo crecía, crecían también los cuentos y relatos de Frutos, sin faltar los ejemplos y milagros de santos y ánimas benditas, materia en que tenía grande erudición; e íbame aficionando tanto a aquello, que no apetecía sino oír y oír. Las horas muertas se me pasaban suspenso de la palabra de Frutos. ¡Qué verbo el de aquella criatura! Mi fe y mi admiración se colmaron; llegué a persuadirme de que en la persona de Frutos se había juntado todo lo más sabio, todo lo más grande del universo mundo; su parecer fue para mí el Evangelio; palabras sacramentales las suyas.



Narrando y narrando llególes el turno a los cuentos de brujería y de duendería. ¡Y aquí el extasiarse mi alma!



Todo lo hasta entonces oído, que tanto me encantara, se me volvió una vulgaridad. ¡Brujas!... ¡Eso sí era la atracción de la belleza! ¡Eso sí merecía que uno le consagrara todita su vida en cuerpo y alma!



Ser payasito o comisario me había parecido siempre grande oficio; pero desde ese día me dije: "¡Qué payaso ni qué nada! ¡Como brujo no hay!".



Cuanto entendía por hazañoso, por elevado, por útil, todo lo vi en la brujería. Las calenturas del entusiasmo me atacaron.



A fuerza de hacer repetir a Frutos las embrujadas narraciones, pude grabarlas en la memoria con sus más nimios detalles.



Del cuento pasábamos al comentario.



-¡Coger brujas -me dijo una vez- es de lo más fácil! ¡Nu'es más qui agarrar un puñao de mostaza y regala por toíto el cuarto: a la noche viene la vagamunda! Y echa a pañar, a pañar frut'e mostaza; y a lo qu'está bien agachada pañando, nu'es más que tirale con el cintu'e San Agustín... ¡y ai mesmito qued'enlazada de patimano, enredad'en el pelo! Un padrecito de la villa de Tunja cogía muchas asina, y las amarraba de la pata di'una mesa; ¡pero la cocinera del cura era tan boba que les daba güevo tibio, y las malditas s'embarcaban en la coca! ¡Consiá, cuandu'a las brujas no se les puede ni an mentar coqu'e güevo porqui al momentico se güelven ojo di hormiga.. ¡y se van!



-¡Ajáa! -dije yo-. ¿Y comu'hacen pa caber?...



-¡Pis! -replicó-. ¡Anté que si'achiquitan en la coca a como les da la gana! ¡María Santísima!



-¿Y no se pueden matar? -la pregunté.



-Eso sí; peru'al sigún y conjorme: si se les meti una cortada bien jonda se mueren; pero como son tan sabidas, ellas mesmas se meten otra y s'empatan y güelven a quedar güenas y sanas.



-¿Y matadas comu'hacen?



-¡Tan bobo! ¿No ve qu'ellas no se mueren del tiro sin'una qui'otra vez? Hay que tirales a toda gana la primerita cortada pa que queden ai tendidas. ¡Pero con el cinto de mi Padre San Agustín sí ni les valen marrullas!



-¿Y ondi'hay d'eso? -prorrumpí.



-¿Cinto? -dijo mi interlocutora con gesto de cosa dificultosa-. Eso es muy trabajoso conseguir: tan solamente el obispo se lu'impresta a los curitas jormales.



-¡Amalaya que mamá se lo mandara a prestar!... -exclamé entusiasmado.



-¡Ave María, muchacho! ¿Y qué vas hacer con cinto?



-¡Eh! ¡Pues pa coger brujas y amarralas de los palos!



A pesar de lo difícil que era conseguir el cinto, salí en busca de mi madre con la empresa. Halléla muy empecinada jugando al tute con otras señoras.



-Mamá... -le dije-. Oigami' un escuchito... -y poniendo mi boca en su oreja la expuse mi demanda, con ese secreteo susurrante de los niños.



Las señoras, que no eran sordas, largaron la carcajada.



-¡Quitáte di'aquí, empalagoso! -exclamó mi madre-. ¡De dónde sacará este muchacho tanto embeleco!



Salí rezongando y muy corrido. En muchos días no pensé sino en cómo se conseguiría el cinto.



La "brujomanía" se me desarrolló con tanta furia, que no hablaba sino del asunto.



-¿Quién ti ha metido todas esas levas? -díjome una vez mi hermana Mariana, que era la más sabia de la casa-. ¡Nu'hay tales brujas! ¡Esas son bobadas de la negra Frutos! ¡No creás nada!



-¡Mentirosa! ¡Mentirosa! -le grité furioso- ¡Sí hay! ¡Sí hay! ¡Frutos me dijo!



-Y lo que dice Frutos no puede faltar... ¡Como si Frutos fuera la Madre de Dios!... ¡Animal!...



-¡Pecosa! ¡Pecosa! -aullé, embistiendo hacia ella con ánimo de morderla.



Me detuvo cogiéndome por los molledos y estrujándome de lo lindo.



-¡Voy a contarle a papá -dijo- para que te meta una cueriza, malcriado, que ya nu'hay quien ti'aguante!



Corrí en busca de Frutos, y, casi ahogado por el llanto, le grité al verla:



-¡Qué te parece, Frutos!... ¡ji! ¡ji! ¡ji!... qu'esa boba Mariana me dijo quizque nu'hay brujas!... ¡ji! ¡ji!... ¡quizque son cuentos que me metés!



Ella hizo una cara como de susto; me enjugó las lágrimas; y cogiéndome de una mano con agasajo, fuimos en silencio a sentarnos en un poyo detrás de la cocina.



-Vea, m'hijito -me dijo-: es muy cierto qui'hay brujas... ¡puú!... ¡De que las hay, las hay! Pero... ¡nu'hay que creer en ellas!



Mis ojos ya enjutos debieron abrirse tamaños: tal fue mi sorpresa.



Aquello no podía acomodarlo; pero Frutos lo decía, y así tenía que ser.



Hablamos de largo sobre el tema, y como yo no perdía ocasión de desentresijarla, la pregunté:



-Y decime: ¿las brujas son gente que se vuelve bruja, go es mi Dios que las hace?



-¡ No siá bobito! Mi Dios nu'hace sino cristianos; pero se güelven brujas si les da gana.



-¿Y también hay brujos?



-¡Nu'ha di'haber!... ¡Pues los duendes!... ¿No l'he contao pues? Pero como no tienen pelo largo como las brujas, no s'encumbran por la región sino que güelan bajito.



- ¿Y cómo si'aprendi a ser brujo?



Guardó corto silencio, y luego, con aire de quien revela lo más íntimo, me dijo a media voz:



-Pues la gente s'embruja muy facilito: la mod'es qui'uno si'unta bien untao con aceite en toítas las coyonturas; se qued'en la mera camisa y se gana a una parti'alta; y'así qu'está uno encaramao abre bien los brazos como pa volar, y dici'uno, ¡pero con harta fe! ¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡Y güelvi'a decir hasta qui'ajuste tres veces sin resollar; y antonces si'avienta uno pu'el aire y s'encumbra a la región!



-¿Y no se cai'uno?



-¡Ni bamba! Con tal qu'el unto'sté bien hecho y se diga comu'es.



Sentí escalofríos. No debía de saber que el arrodillarse fuera señal de adoración; que de saberlo, viérame Frutos de hinojos a sus pies. Me había hecho el hombre más feliz; había hallado mi ideal.



Esa noche, cuando después de rezar me metí en la cama, repetía muy quedo: "¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa María!" y me dormí preocupado con esta declaración de ateísmo.



Al día siguiente muy de mañana corría yo por los corredores con los brazos abiertos y repitiendo la embrujada fórmula. Mariana, que tal oye, grita: "¡Mamá! ¡Venga y verá las cosas qu'está diciendo este ocioso!". Pero mi madre no alcanzó a "ver" mi "dicho", porque antes que llegara había yo tendido el vuelo a la calle, camino de la escuela. No sé por qué, pero me dio recelillo de que mi madre me viera haciendo tales cosas.



A mi vuelta no salió Frutos a recibirme. Fui a buscarla y a reclamar sus obsequios, y por primera vez la encontré hecha la ira mala conmigo: que mamá había ido a querérsela comer viva por las cosas que me contaba y enseñaba; que yo tenía la culpa por "icendario"; y que ya sabía que no volviera a "jorobarla" diciéndole que me contara cuentos, porque así como era tan "picón"...



Al almuerzo me dijo mi padre con una cara muy arrugada: "¡Cuidadito, amigo, cómo se le vuelven a oír las cositas que dijo esta mañana!... ¡Le cuesta muy caro!".



Tales razones me desconcertaron.



¡Amenazarme mi padre! ¡Ponerme Frutos casi en entredicho! ¡Y precisamente cuando tenía tanto qué consultarle! ¡Quedarme sin saber a qué atenerme en lo del pelo largo, en lo del aceite!



Por tres días rogué a Frutos que tan siquiera me dijera dos cositas, prometiéndola no decir esta boca es mía. ¡Andróminas inútiles! No pude sonsacarle una palabra.



¡Qué malas! Y lo peor era que eso que al principio no pasaba de un capricho me fue alborotando con el obstáculo; que se tornó en deseo, en deseo apremioso, irresistible.



¡Ser brujo!... ¡Volar de noche por los techos, por la torre de la iglesia, por la "región"!... ¿Qué mayor dicha? Qué tal cuando yo diga en casa: "¿Qué m'encargan, que me voy esta noche pa Bogotá?". Y conteste mamá: "Traéme manzanas". ¡Y que al momento vuelva yo con una gajo bien lindo, acabadito de coger! ¡Y cuando me encumbre serenito, como un gallinazo, tejado arriba!...



¡Sí! Yo tenía que ser brujo; ¡era una necesidad! ¡Si hasta sentía aquí abajo la nostalgia del aire! "¡Por la gran «pica»

-pensaba-, que aquí en casa me regañan y que Frutos ya no me cuenta nada, yo sabré qué hago! ¿Y al primero que se embrujó, quién le enseñó?... Yo siempre consigo aceite... manque sea de palma- christi... pero ese cuento del pelo largo, como las mujeres... ¡quién sabe!".



Aquí el rascarme la cabeza.



Yo, que desde el último amén del rezo hasta las seis dormía a pierna suelta, tuve entonces mis ratos de velar. En la excitación del insomnio veía sublimidades facilísimas de llevar a cabo: dos veces soñé que en apacible vuelo giraba y giraba, alto, muy alto; que divisaba los pueblos, los campos, allá muy abajo, como dibujados en un papel.



Pepe Ríos, hijo de un señor que vivía vecino a nuestra casa, era un mi compinche; y al fin determiné abrirme con él y comunicarle mis proyectos. En un principio no pareció participar de mi entusiasmo, y me salió con el mismo cuento de que sí había brujas, pero que no había que creer en ellas, lo que me hizo afianzar más, viendo cuán de acuerdo estaba con Frutos. Pero le pinté la cosa con tal fuego, que al fin hube de trasmitírselo.



Pepe no era de los que se ahogan en poca agua: su inventiva todo lo allanó.



-¡Mirá! -me dijo- Mañana qui hay salve en l'iglesia tengo que ir de monarcillo. Yo sé onde tiene el sacristán guardao el aceite, cuando vaya a vestime le robo. Conseguite un frasco bien bueno pa que lo llenemos.



-¿Y de pelo qui'hacemos? -le repuse-. ¡Porque la gracia es que volemos bien altísimo!... Bajito como los duendes... ¡pa qué!



-¡Eso sí qu'es lo pilao! -exclamó Pepe-. Las muchachas de casa y mi máma se ponen pelo y se lo robamos. Qué li'hace que no sea pelo de nosotros; ¡en siendo largo y que se gulungué harto, con esu'hay!



"Este sí es el muchacho -pensaba entre mí, mientras abría la boca pasmado-. ¡Hast'ai! ¡Qué tal que si'ajuntara con Frutos!".



Al otro día, en son de buscar un perico que dizque se nos había perdido, invadíamos Pepe y yo las alcobas de las señoritas Ríos. Rebuja por aquí, ojea por más allá, dimos con un espejo de gran cajón, y en éste una cata de cabellos de todos colores, enredados y como en bucles unos, otros trenzados y asegurados con cáñamo, otros lacios y flechudos, cuáles en ondas rizosas y bien pergeñadas, el cual "pelerío" se hacinaba entre grasientas y desdentadas peinetas desportilladas y horquillas nada bonitas y perfumadas. Un frasquito de tinta colorada me tentó, y como fuese a echarle mano con mucha golosina, me dijo Pepe:



-¡No lo cojás! Esu'es las chapas de mi máma, y... ¡hasta nos mata!



¡Qué pocos pelos le quedaron al cajón!



-¡Pero eso sí! -me dijo al entregármelo-. ¡Escondé bien todo en tu casa, y que no vayan a güeler nada! ¡Ve que vos sos muy cuentero!... Y si nos cogen... ¡Ni digás tampoco nada de lo que vamos hacer!...



-¡Eh! ¡Vos si crés! -repliquéle con gran solemnidad-. ¡Mirá que nu'hay ni riesgo que yo cuente!...



Desde ese día se nos vio juntos. Y nada que le agradaba a Frutos mi compañía con "ese Caifás", como llamaba a Pepe.



Esa noche declaré en casa que no me acostaría sino cuando se acostaran los grandes, porque iba a cumplir diez años. Y así fue. Para distraer mis veladas me pasaba cerca a la vela, volteando como una mariposa, quemando papeles o despavesando, lo que incomodaba a Mariana, única que en casa me hacía oposición.



-¡Ah, mocoso! -decía-. ¡Ya ni'an de noche nos dej'en paz!... ¡And'acostáte, sangripesao!



Mas yo me sentía, entonces, tan gratamente preocupado, que sólo respondía a tales apóstrofes sacándole la lengua y haciéndole "bizcos".



-¡Ah, muhán! -gritaba Mariana-. ¡Que si papá no te da una tollina... yo sí te cojo!... ¡Peru'he de tener el gusto di'amasate!...



Aumento de "bizcos".



Doña Rita, madre de Pepe, asistía con sus hijas a la lotería que se jugaba en casa algunas noches, y Pepe no faltaba; pero desde nuestra alianza dejaba éste las delicias del apunte para irse conmigo. Así a nuestras anchas pudimos concertar el plan: la elevación quedó fijada para el domingo siguiente por la noche.



¡Faltaban dos días! ¡Qué expectación aquélla! Hasta la gana de comer se me quitó; hasta Frutos, que en ésas le atacó la gota, se me olvidó.



"¡En qué inguandias andarán!", decía con aire de mal agüero, cuando pasábamos cerca de su cuarto.



Al fin ese domingo tan deseado amaneció. Desde las doce ya estábamos en el solar de casa apercibiéndonos para arreglar los cabellos. Un forro viejo de paraguas, que pudimos arbitrar, nos sirvió para pergeñar sendos peluquines, que, como Dios nos dio a entender, aseguramos con cera negra y con amarradijos de cabuya.



Terminada la grande obra verificamos la prueba ante el espejo de Mariana, que fue sacado clandestinamente. ¡Qué bien nos quedaban! ¡Cuán luengos nos caían los mechones! Convinimos, no obstante, que, más que a brujos, nos parecíamos al "Grande Hojarasquín del Monte".



Guardamos todo con gran cuidado y nos salimos a la calle a disimular. Pero eso sí; devorados por dentro.



Después de angustiosa espera apareció por la noche Pepe con su madre; y no bien la lotería se estableció... ¡como pajaritos para el solar!



Trabóse, entonces, reñida disputa sobre cuál sería el punto adonde debíamos trepar para tender el vuelo. Pepe decía que sobre el horno, que estaba en el corredor del solar; yo, que sobre la tapia del corral, alegando que el horno no era bien alto, y que, como estaba bajo tejado, se torcía el vuelo y no podíamos encumbrarnos. Al fin nos decidimos por el chiquero, que reunía todas las condiciones. De él volaríamos al "Alto de las Piedras", que domina el pueblo por el sur, y del Alto a la "región". La elevación debía ser simultánea.



Aunque hacía luna llevamos cabo de vela, y, encendido éste, principiamos en el comedor el "brujístico" tocado. Colgados que fueron de un palo los vestidos de dril, remangadas las camisas, tomamos sendas plumas de gallina y principió la unción. ¡Válgame Dios! ¡Y qué efluvios los de aquel aceite!



Agotado el frasco y luego que las coyunturas nos quedaron hechas un melote, nos colocamos la rebujina de cabellos asegurados con barboquejo de cabuya.



Trémulos de emoción salimos solar abajo, con la bizarría de acróbatas que salen al circo saludando al público.



En lo más remoto del solar, allá tras el movible follaje del platanar, al principiar un declive que llamábamos "el rumbón", estaba el chiquero de recios palos y techumbre de helecho; desaguaba por la pendiente aquélla, formando cauce de negro y palúdico fango que fertilizaba los lulos, las tomateras, el barbasco, allí nacidos espontáneamente.



Amenazantes por demás fueron los gruñidos con que a manera de protesta nos recibió el cerdo, cuando en tan desusadas horas vio invadidos sus dominios; pero nosotros proseguimos impertérritos, haciendo caso omiso de tales roncas.



Adelantándomele a Pepe no paré hasta poner el pie en el último travesaño. Allí, apoyado en uno de los palos que sostienen el techo, cual otro Girardot con su bandera, me detuve un segundo. ¡Mis ojos abarcaron la inmensidad!



Toda la fe que atesoraba la gasté entonces, y, con voz precipitada, por temor de faltar al precepto, con un resuello intempestivo, dije:



"¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa María!".



¡Y me lancé!



¡Cosa rara! En el vértigo me pareció no volar hacia el Alto convenido. Sentí frío; no sé qué en la cabeza, y... nada más.



Abrí los ojos. Alguien que me cargaba tendióme en una tarima; algo como sangre sentí en la cara; me miré: estaba casi desnudo y enlodado. Por el desorden de los muebles; por las tablas y fichas de la lotería, dispersas por el suelo; por los regueros de maíz; por el movimiento de alarma, sospeché lo que pasaba. Una ráfaga glacial me heló el corazón; cerré los ojos para no verme, para no presenciar no sé qué espantoso que iba a suceder.



-¡Toñito! ¡Antoñito! ¿Se aporrió? ¿Está herido? -preguntaban.



Sentí que me tocaban, que me acercaban la vela.



-¡No es nada! ¡No es nada!... -clamaban.



- ¡No fue nada... es que está aturdido!



-¡Abra los ojos!... ¡Antonio! ¡Antoñito!



-¡Cálmese! ¡Cálmese, mi siá Anita! ¡Nu'es nada!...



Un ruido como chasquido de dientes me llegó al alma. ¡Abrí los ojos, y vi!... Mi madre estaba tendida en una butaca, con los brazos rígidos, los puños contraídos y apretados, la cara lívida, torcida hacia un lado; los ojos en blanco, la nariz ensanchada como buscando aire; anhelaba gritar y se quedaba seca, agitada por opresora convulsión; unas señoras la tenían, la rociaban, la friccionaban, la hacían aspirar esencias. Mis hermanas lloraban.



Salté de la tarima prorrumpiendo en gritos: "¡Mamita! ¡Mamita!".



-¡No tiene nada! -vociferaron-. No tiene nada!



-¡No está ni descompuesto!



-¡Cómo fue eso, por Dios!... ¿Cómo se puso así?...



-Pero si se hirió la cara!... Toñito, no se arrime... que está imposible.



Horrorizado fui a huir.



Me atajaron en la puerta con un platón de agua tibia; la cocinera me paró en medio del humeante baño sin que yo tratara de hacer resistencia; quitóme la inmunda camisa, y así hecho un Adán automático, principió el lavatorio ayudada de unas señoras.



-¡Eh! ¡Pero en qué se cayó este niño, qu'esto no despega!

-dijo una.



-¡Si está apestao! -replicó otra, tapándose las narices y haciendo extremos de asco.



-¡Traigan jabón, a ver si esto sale!



Pronto la pelota de jabón de la tierra corrida por hábil mano untó todo mi cuerpo.



-¡Pues mis queridas! -exclamó la enjabonadora-. Esto es aceite de higuerillo, y no cosas de chiquero.



-¡Pues verdá! ¡Pues verdá! -repitieron las demás.



-¡Eh! ¡Pero cómo puede ser eso!



Del platón fuí trasladado a la tarima, y me enjugaron con una colcha. Mariana, ya sosegada, trajo camisa e iba a vestírmela cuando con gran tropel se llenó la pieza de gente. Mi padre venía allí.



-¿Se mató? -preguntó con voz que nunca le había oído.



Sin esperar respuesta salió. No había transcurrido un segundo cuando volvió: traía una soga.



-¡No le vaya a pegar! -prorrumpen mujeriles voces.



-¡Pobrecito! -dice la del jabón- Qué culpa tiene él!



-¡Es una injusticia, papá!... ¡Véalo herido! -plañían las

de casa.



Papá no atendió: se acercó a mí; y, cogiéndome de un brazo con una mano, levantó con la otra un extremo doble de la soga y dijo trémulo:



-¡Te he tolerado todas las que has hecho; pero con ésta se llenó la medida!... ¡Tomá, vagamundo, pa que aprendás!... -y la soga crujió en mis carnes.



Un grito como aullido de animal resonó en la pieza: era Frutos que entraba.



-¡Mi Amito! ¡Mi Amito! -gimió, tratando de cogerle la soga, e interponiéndose entre él y yo-. ¡Mi Amito, por Dios! ¡No le pegue, por los clavos de Cristo! -y se arrodilla; le abraza las piernas, casi lo tumba-. ¡El no tiene culpa!... ¡No tiene!... ¡No tiene!...



Mi padre la rechaza; pero Frutos se pone en pie, y, saltando hacia mí, me envuelve en sus faldas.



-¡Vieja bruja! -grita él arrancándole el pañuelo y cogiéndola de las greñas-. ¡Largálo!... ¡O te mato!... -la arrastra con una mano, mientras que con la otra me saca del envoltorio.



-¡Quítenmela que la mato! -vocifera con coraje.



Ella se endereza, y, como un fardo, se va de espaldas contra el entablado suelo lanzando extraños sonidos.



El entonces toma la soga como la vez primera, y, contando, uno... dos... tres... hasta doce, va asentando azotes sobre mi desnudo cuerpo, que se zarandea como maniquí colgado.



No lancé un ay, ¡yo que ponía los gritos en el cielo porque una mosca se me asentara!



Frutos seguía en el suelo retorciéndose; de repente se levanta y torna a caer; en impúdica rebujina se revuelca, haciendo apartar la gente y tropezando con los muebles; algunos van a cogerla, y los rechaza a puñetazos, a patadas y mordiscos. Pudo, entonces, articular con voz espantosa:



-¡Déjenme que ahora mesmo me largo d'esta maldita casa!



Todos los hombres la acometen, y, arremolinándose en apretada lucha en que se sentían respiraciones de cansancio y traquear de huesos, logran sacarla al corredor.



En el desorden pude verla y se me antojó no obstante mi amor a ella cosa diabólica. Estaba desgreñada, con los ojos crecidos y sanguinolentos, echando espumarajos por la boca.



El médico entra, me examina; declara no haber fractura ni dislocación del hueso, ni cuerda encaramada; tocóme el rasguño de la mejilla, sacó un instrumento, y sin dolor extrajo del rasguño aquel la pequeña astilla de palo; me dio a tomar un bebistrajo que tenía aguardiente; tomó una copa, puso en ella un papel encendido, y, asentándomela en la espalda la fue corriendo, inflándome las carnes en dolorosa tensión; manos femeniles empapadas en

aguardiente alcanforado frotaron mi cuerpo; y, por último, pegáronme en varios puntos pingos de trapo mojados en una agua amarillenta.



Aún no habían terminado estas faenas, cuando se oyeron pasos precipitados acompañados del crujir de almidonadas faldas. Doña Rita apareció en la puerta: traía en las manos uno de los peluquines de marras.



-¡Vengo muerta de pena! -exclamó sofocada haciendo visajes-. ¡Allá le hice dar de Ríos una cueriza a aquel bandido!... ¡Vean las cosas de estos diablos! -y exhibió la peluca-. ¡Pues no estaban de brujos!...¡ Y esto fue lo que se pusieron en la cabeza dizque pa volar! ¡Qué les parece: el pelo que teníamos pa la cabellera de... Jesús Nazareno!...



Todos se agruparon para examinar la cosa, prorrumpiendo en mil extremos de admiración. También el doctor tomó el peluquín en las manos, riendo a carcajadas.



-¡Ave María, dotor!... -siguió doña Rita- ¡Pues no ve! ¡Un milagro patente fue qu'estos enemigos no si hubieran desnucao! ¡Qué le parece, dotor: ¡Y a aquel rumbón!... ¡La fortuna que cayó entr'el pantanero, y que s'enredo en una mata!... ¡Que si no, tiesecito lo levantan del zanjón! Estábamos jugando la lotería muy a gusto; ¡mi acababa de cerrar por las tres pelotas, cuando, dotor!... oímos qui aquel mío grita: "¡Corran qui'Antonio se mató!...". ¡Li'aseguro, dotor, que me quedé muerta!... Corrieron todos con las velas... cuando a un rato nos lo traen en guandos... con la mera camisita... ¡con porquería de chiquero hasta los ojos!... ¡Chorriando sangre!... Muertecito... ¡Muertecito... mismamente! El mío s'escapó, porque comu'es tan haragán, no si atrevió a volar primero. ¡Pero qué le parece, dotor, que tuvieron cara, los indinos, d'empuercase todos con aceite d'higuerillo que le robaron al sacristán!... ¡Dizqu'es preciso pa ser brujos!... ¡Peru así bien untao... se chupó su buena cueriza! ¡No le digo! ¡Si estos muchachos di hoy en día aprenden con el Patas!



-¡No es con el Patas! -prorrumpe mi padre desde el cuarto vecino, saliendo a la escena- ¡No es con él! ¡Este diablo de negra Frutos que ha tolerado Anita es la que los ha metido en ésas! ¡Y no crean ustedes que este niño escapa; puede morir de las consecuencias; el cimbronazo debió se horrible!...



-El peligro es muy remoto y el caso no se presenta alarmante -repuso el esculapio-. Tanto es así, que no he tenido que apelar a un tratamiento enérgico.



-Ojalá así sea... -dijo mi padre-. ¡Pues sí! -agregó-. La maldita negra es la de todo. Desde que me llamaron y supe que la caída había sido del chiquero, todo lo adiviné. ¡Ya él se había chupado su regaño!



Contó, entonces, lo del ensayo de vuelo por los corredores y lo de las palabra aquéllas.



Aclarado el misterio llovieron las admiraciones y preguntas.



Estas pláticas me sacaron del sonambulismo. Me sentí el hombre más desgraciado. "Qué li'hace que me muera -me decía-. ¡Siempre que Frutos m'engaña con mentiras!... ¡Siempre qu'es tan mala!... ¡Siempre que uno no puede volar!... Así como así, mamá se murió -porque la creía muerta-. ¡Así como así, papá me ha pegado con rejo delante de tanta gente!... Así como me han desnudado... Siempre que Pepe es tan traicionero que contó...".



Sentíame como si todos los resortes de mi alma se hubiesen roto: sin fe, sin ilusiones... Cerraba bien los ojos para irme muriendo y descansar; pero no: tristezas espantosas pasaban por mi cabeza. Exhalaba hondos suspiros.



Muy tarde, cuando ya se había ido toda la gente, me dormí. ¡Más me valiera velar! Cosas horribles y extravagantes estremecieron mi espíritu: veía a Frutos que volaba, que se reía de mí, haciéndome contorsiones; oía que las campanas doblaban tristes... muy tristes; en esa vaguedad de los sueños aspiraba el olor del ciprés, de luces ardiendo, y veía a mi madre en un ataúd negro... muy negro. Luego estuve en un pantano, sumergido hasta el pescuezo; quería salir, quería gritar, y no podía.



Al fin, merced a extraño impulso pude salir; lancé un grito y desperté temblando, con el cabello parado y empapado en frío sudor. Había luz en la pieza; mi madre, teniéndome de las manos, me sacudía.



-¡Toñito!... ¡Toñito!... -me gritaban.



-No si'asute m'hijito; es una pesadilla.



-¡Mamá viva! -pensé-. ¿Todavía estaré soñando?



Me tomó como a un chiquitín, y estrechándome contra su pecho, me besó la frente y me dijo llorando:



-¡No ve, m'hijo, las cosas que hace para que papá lo castigue!... Y si se ha matado... ¡qué había hecho yo!... -seguía llorando.



-¡Mamita querida!... ¿Usté no si ha muerto? ¿Nu'es cierto que no?



-No, m'hijito; ¿no ve qu'estoy aquí con usted? Eso fue que me dio la pataleta del susto... pero ya estoy aliviada... Tóme otra vez la pócima que dejó el doctor; ¡está muy sabrosa!...



¡Sí estaba viva!



Incorporeme para recibir el vaso; mi padre estaba sentado al extremo de la cama.



¡También lloraba!



Me pasó la mano por la frente, me tomó el pulso, y me dijo muy triste:



-¡Tiene mucha fiebre!... ¡Pero mucha!



Fue a despertar al doctor, que se había acostado en la pieza contigua; me dieron unas gotas en agua azucarada.



Sosegué por completo y lloré mucho; pero lloré con alegría.



Seis días estuve en cama, oyendo a doña Rita y a las visitas los comentarios, ya cómicos, ya tristes, de mi propia aventura. Por ellos supe que Frutos se había ido de casa y que había mandado por los corotos. Esto que el día antes me hubiera trastornado, me fue entonces indiferente.



Don Calixto Muñetón, lumbrera del pueblo, que arengaba siempre en los veintes de julio y cuando venía el obispo; que leía muchos libros y que compuso novena del Niño Dios, vino también a visitarnos. Sin ser veinte de julio se dejó arrebatar de la elocuencia a propósito de mi caída; disertó sobre las grandezas humanas poniendo verdes a las gentes orgullosas; y, al fin se planta en pie, toma en su siniestra su bastón de guayacán, levanta la diestra a la altura de su cara como manecilla de imprenta, y como quien resume, se encara conmigo con aire patético, y dice:



-Sí, mi amiguito: todo el que quiere volar, como usted... ¡chupa!