Sindicalistas y dictadura en Chile
Por Carlos Mejia A.
Conocí a Juan Manuel Sepúlveda cuando estuvo en las
oficinas de la OIT en Lima hace algunos años, donde dejó muchas amistades por
su sentido del compromiso, solidaridad y buen humor. Es un sindicalista a carta
cabal. Hace unos días, un amigo me alcanzó este artículo y me resulta imposible
no compartirlo con los compañeros y compañeras que nos leen. Es un testimonio
sobre la represión de la dictadura pinochetista contra trabajadores y
activistas del sindicato y la izquierda. Es un texto imprescindible sobre lo
que no debemos olvidar.
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Tortura y muerte, memoria y justicia
Testimonios para la Memoria Histórica
Testimonios para la Memoria Histórica
Juan Manuel Sepúlveda Malbrán*
Una madrugada de abril de 1975, en las
poblaciones del sur de Santiago, agentes de la policía civil de la dictadura se
introducen violentamente en decenas de hogares de chilenos, arrancando de ellos
a los hombres, sin importar su edad. No hay explicaciones. Jóvenes, niños,
adultos y ancianos son maniatados, encapuchados y conducidos al frío pasillo
del cuartel general de la Policía. Allí son golpeados con extrema dureza y
sometidos a diversos tipos de tortura. Sus cuerpos desnudos son amarrados,
fuertemente boca abajo con gruesas correas, a un banco metálico. Les introducen
por sus anos un electrodo que llevará la electricidad directamente a sus
entrañas. Otros son colgados, también desnudos, y con una picana les aplican
electricidad en sus partes más sensibles.
Mientras sus cuerpos se convulsionan,
los agentes les interrogan al tiempo que, dependiendo de la respuesta que
reciben, aumentan la intensidad de la electricidad. Así, el frío pasillo se
transforma en una sala de espera, donde todos escuchan los gritos de
insoportable dolor de quienes son sometidos a la tortura. Los gritos de los
torturados son otra forma terrible de castigo para quienes aguardan su turno,
sobre todo, cuando identifican a algún amigo, compañero, hermano, o papá.
Pasan muchas horas. Ha sido una redada
masiva, por lo tanto, los agentes debieron trabajar toda esa noche y parte del
otro día. El trabajo de esos agentes ha terminado, pero para los secuestrados
es el comienzo. Ellos son divididos en grupos y entregados al siniestro
servicio de inteligencia de la dictadura: la DINA. Sus ojos son cubiertos con
cintas adhesivas, y sus cuerpos apiñados en diversos vehículos que, ocultos por
la oscuridad de la noche, atraviesan las calles de Santiago con destino al centro
de interrogatorio y tortura de Villa Grimaldi. Mientras tanto, sus familiares
los buscan e interponen recursos de amparo, pero las autoridades los niegan.
Están en calidad de detenidos-desaparecidos. Los reciben con duros golpes de
pies, puños y culatazos de sus armas. Hacen bromas, ríen, dicen que ya vienen «más
estrujados que un limón». Son divididos en grupos de a dos o tres para ser
encerrados en casetas de madera de un metro cúbico. Son vendados y amarrados.
Al lado se escuchan las voces que interrogan a otro detenido. Lo amenazan con
traerle a su madre para que hable. Luego de un largo silencio se escuchan
voces, gritos y llantos de una mujer, y dos niños, pequeños aún. A ella le
preguntan por las actividades de su esposo.
Pasan muchas horas, quizás días y
noches. Pierden la noción del tiempo. Nuevamente se escuchan voces. Son de los
agentes de la DINA. Interrogan a otro detenido. Las voces se vuelven gritos al
recibir el silencio de su víctima por toda respuesta. Se entiende claramente lo
que dicen. Y así nombran al detenido. «Ciro: aquí tenemos a tus hijos y
a tu mujer, así que habla…» Es Isidro Arias Matamala, un militante del
MIR, músico de la Filarmónica de Chile. Quienes escuchan desde sus celdas lo
reconocen. Alguien intimida: «Ciro y la reconcha de tu madre que te
parió, habla, habla huevón, tu mujer ya nos dijo todo…». Luego silencio. Se
sienten golpes, luego, silencio.
Se escuchan instrucciones para aplicar
la electricidad. Después, silencio, silencio, silencio. Tras un largo rato,
nuevamente voces y carreras, instrucciones y gritos del jefe de los
torturadores que interpela a su equipo: ¡Por qué lo dejaron solo!
¡Apúrense que se nos va! ¡Reanímalo! ¡Traigan al médico! Todos los
detenidos escuchan en silencio. Silencio. Ni un solo gemido, ni un solo grito.
Ciro ha muerto en la tortura. Lo asesinaron.
¿Cómo logré sobrevivir a tanto horror?
Hoy 19 de junio de 2012, después de treinta y siete años, me encuentro sentado
frente al juez Mario Carroza, en la Corte de Apelaciones de Santiago, que
investiga la muerte de varios centenares de chilenos en la época de la
dictadura. Presto declaraciones como testigo. No sé si la memoria me acompañe.
Los recuerdos vienen y se van. Se mezclan con otros hechos y situaciones que viví
durante la dictadura. El asesinato de mi hermano Alejandro Rodrigo Sepúlveda
Malbrán, dirigente del MIR, las detenciones y el exilio de mis padres, las dos
relegaciones al altiplano chileno, a más de 4500 metros de altura, la prisión y
la condena por asociación ilícita, cuando era ilícito organizar un sindicato,
y, luego, el exilio. Prácticamente treinta años fuera de mi patria.
Hace dos años regresé Chile junto a mi
esposa que hoy cumple años, pero, increíblemente, consigo ordenar mis recuerdos
y entregar todos los antecedentes y mi testimonio al ministro Carroza. ¿Será
verdad esa frase tan repetida de que «la justicia tarda pero llega»?
Santiago, 20 de junio de 2012.