ESPECIALIZACIÓN INFORMÁTICA EDUCATIVA

viernes, 9 de diciembre de 2011

GRADO 10 PICARESCA LAZARILLO DE TORMES

RESUMEN 1
Capitulo 1.-Lázaro y el ciego. La idea central es la evolución de Lázaro, que pasa de ser un niño ingenuo e inocente, sin conocimientos de la vida, a convertirse en el paradigma de "pícaro", muchacho joven que debe defenderse por sí mismo en la vida para poder comer cada día. Una referencia constante en este tratado será la del "hambre": Lázaro dedica todos sus esfuerzos a engañar al ciego, un hombre de gran astucia, para conseguir algo de comida o de vino cada día. Al finalizar el tratado, Lázaro se venga de todas las palizas a las que lo sometió el ciego engañando a su amo y abandonándolo a su suerte.
Capitulo 2.-Lázaro y el clérigo de Maqueda. El clérigo al que sirve Lázaro es un hombre mezquino y miserable, que se niega a alimentar adecuadamente a su sirviente, y que guarda los pocos alimentos que hay en su casa bajo llave en un arca. Lázaro, atenazado una vez más por el hambre y enflaquecido, debe agudizar su astucia al máximo para poder hacerse con algún mendrugo de pan que llevarse a la boca. Finalmente, enterado el clérigo de los engaños y robos del muchacho, decide prescindir de sus servicios.
Capitulo 3.-Lázaro y un escudero. El escudero es un noble de bajo nivel venido a menos, que vive en la más absoluta miseria pero que, aún así, se empeña en mantener una falsa imagen de tranquilidad, respetabilidad y riqueza. Lázaro no comprende las ínfulas de grandeza de su amo, pero se compadece de él y lo alimenta muchas veces. Acosado por los acreedores, el escudero huye de la ciudad, por lo que, esta vez, es el amo el que abandona al criado.
Capitulo 4.-Lázaro y un fraile de la Merced. Lázaro habla de su nuevo amo, un fraile de la Merced poco amigo de las obligaciones propias de un religioso y que se pasa el día de un lado para otro atendiendo "ciertos negocios" cuya naturaleza nunca se aclara. Además, el tratado finaliza diciendo: "por estas y otras cosillas que no cuento, dejé a mi amo". Este final deja todas las posibilidades abiertas: ¿qué serán esas "cosillas" por las que Lázaro decidió dejar al fraile?
Capitulo 5.- Lázaro y un buldero. El buldero era un sacerdote que se dedicaba a recorrer las parroquias vendiendo bulas, indulgencias papales que permitían que quienes las compraran no tuvieran que cumplir con ciertos preceptos religiosos (como el ayuno, abstenerse de carne durante la Cuaresma, etc.). Lázaro describe las sucias artimañas utilizadas por el sacerdote para vender sus bulas, sin ningún tipo de sentimiento religioso verdadero y con el único objetivo de conseguir buenos beneficios.
Capitulo 6.- Lázaro con un capellán. Una vez más, el amo de Lázaro será un religioso. En este caso, el capellán permite que Lázaro trabaje como aguador por la ciudad. Una vez que el muchacho ha conseguido beneficios y ha podido cambiar sus ropajes, Lázaro decide dejar el trabajo y buscarse un nuevo amo.
Capitulo 7.- Lázaro cuenta el motivo de su carta. Tras trabajar con un alguacil (policía), empleo que le pareció demasiado peligroso, Lázaro se pone al servicio de un arcipreste, quien le sugiere que contraiga matrimonio con una de sus sirvientas. Cuentan las malas lenguas en la ciudad que, en realidad, el deseo del arcipreste era dar un aire de decencia a su relación con la mujer de Lázaro, que en realidad era su barragana (amante).
Lázaro, que conoce los rumores, prefiere hacer oídos sordos: ha alcanzado la "felicidad" y cierto renombre en la ciudad, eso sí, a cambio de renunciar a su honor y de permitir las infidelidades de su esposa.

________________________________________

jueves, 8 de diciembre de 2011

grado 11 Crimen y Castigo

FEDOR
DOSTOIEWSKI
CRIMEN Y
CASTIGO
Revisado por: Carlos J. J.
PRIMERA PARTE
I
Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro
joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! -pensó con una sonrisa extraña -. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer... "eso"? ¿Es que, p or lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo
esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro.
Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven. Era, dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido,
de una talla que rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente, sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella costumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en que nuestro joven habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos amontonados en aquellos callejones y callejuelas del centro de Petersburgo ponían en el cuadro tintes tan singulares, que ni la figura más chocante podía llamar a nadie la atención.
Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un desprecio tan feroz hacia todo, que, a pesar de su altivez natural un tanto ingenua, exhibía sus harapos sin rubor alguno. Otra cosa habría sido si se hubiese encontrado con alguna persona conocida o algún
viejo camarada, cosa que procuraba evitar.
Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó nerviosamente la mano al sombrero cuando un borracho al que transportaban, no se sabe adónde ni por qué, en una carreta vacía que arrastraban al trote dos grandes caballos, le dijo a voz en grito:
-¡Eh, tú, sombrerero alemán!
Era un sombrero de copa alta, circular, descolorido por el uso, agujereado, cubierto de manchas, de bordes desgastados y l leno de abolladuras. Sin embargo, no era la vergüenza, sino otro sentimiento, muy parecido al terror, lo que se había apoderado del joven.
-Lo sabía -murmuró en su turbación -, lo presentía. Nada hay peor que esto. Una nadería, una insignificancia, puede malograr todo el negocio. Sí, este sombrero llama la atención; es tan ridículo, que atrae las miradas. El que va vestido con estos pingajos necesita una
gorra, por vieja que sea; no esta cosa tan horrible. Nadie lleva un sombrero como éste. Se me distingue a una versta a la redonda. Te recordarán. Esto es lo importante: se acordarán de él, andando el tiempo, y será una pista... Lo cierto es que hay que llamar la atención lo menos posible. Los pequeños detalles... Ahí está el quid. Eso es lo que acaba por perderle a uno.

No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que tenía que dar desde la puerta de su casa; exactamente setecientos treinta. Los había contado un día, cuando la concepción de su proyecto estaba aún reciente. Entonces ni é l mismo creía en
su realización. Su ilusoria audacia, a la vez sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios. Ahora, transcurrido un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su irresolución, se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar suyo, a llamar «negocio» a aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo, aunque siguiera dudando de sí mismo.
Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada paso que daba. Con el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un temblor nervioso, llegó, al fin, a un inmenso edificio, una de cuyas fachadas daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido en inf inidad de pequeños departamentos habitados por modestos artesanos de toda especie: sastres, cerrajeros... Había allí cocineras, alemanes, prostitutas, funcionarios de ínfima categoría. El ir y venir de gente era continuo a través de las puertas y de los do s patios del inmueble. Lo guardaban tres o cuatro porteros, pero nuestro joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno.
Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha, estrecha y oscura como era propio de una escalera de servicio . Pero estos detalles eran familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le disgustaban: en aquella oscuridad no había que temer a las
miradas de los curiosos.
«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a llevar a cabo de verdad el "negocio"?», pensó involuntariamente al llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el oficio de mozos y estaban sacando los muebles de un departamento ocupado -el joven lo sabía- por un funcionario alemán casado.
«Ya que este alemán se muda -se dijo el joven-, en este rellano no habrá durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto está más que bien.»
Llamó a la puerta de la vieja. La campanilla resonó tan débilmente, que se diría que era de hojalata y no de cobre. Así eran las campanillas de los pequeños departamentos en todos los grandes edificios semejantes a aquél. Pero el joven se había olvidado ya de
este detalle, y el tintineo de la campanilla debió de despertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se estremeció. La debilidad de sus nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha abertura, la inquilina observó al intruso con evidente desconfianza.
Sólo se veían sus ojillos brillando en la sombra. Al ver que había gente en el rellano, se tranquilizó y abrió la puerta. El joven franqueó el umbral y entró en un vestíbulo oscuro, dividido en dos por un tabique, tras el cual había una minúscula cocina. La vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer menuda, reseca, de unos sesenta años, con una nariz puntiaguda y unos ojos chispeantes de malicia.
Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un rubio desvaído y con sólo algunas hebras grises, estaban embadurnados de aceite.
Un viejo chal de franela rodeaba su cuello, largo y descarnado como una pata de pollo, y, a pesar del calor, llevaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. La tos la sacudía a cada momento. La vieja gemía. El joven debió de mirarla de un modo algo
extraño, pues los menudos ojos recobraron su expresión de desconfianza.
-Raskolnikof, estudiante. Vine a su casa hace un mes -barbotó rápidamente, inclinándose a medias, pues se había dicho que debía mostrarse muy amable.
-Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente -articuló la vieja, sin dejar de mirarlo con una expresión de recelo.
-Bien; pues he venido para un negocillo como aquél -dijo Raskolnikof, un tanto turbado y sorprendido por aquella desconfianza.
«Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez», pensó, desagradablemente impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar. Después indicó al visitante la puerta de su habitación, mientras se apartaba para dejarle pasar.
-Entre, muchacho.
La reducida habitación donde fue introducido el joven tenía las paredes revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían ante sus ventanas, adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol poniente iluminaba la habitación.
«Entonces -se dijo de súbito Raskolnikof-, también, seguramente lucirá un sol como éste.»
Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el menor detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de particular. El mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de respaldo curvado, una mesa ovalada colocada
ante el sofá, un tocador con espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún valor, que representaban señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la mano. Esto era todo.
En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de limpieza.
«Esto es obra de Lisbeth», pensó el joven.
Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el departamento.
«Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una limpieza semejante», se dijo Raskolnikof. Y dirigió, con curiosidad y al soslayo, una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la segunda habitación, también sumamente
reducida, donde estaban la cama y la cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había más piezas en el departamento.
-¿Qué desea usted? -preguntó ásperamente la vieja, que, apenas había entrado en la habitación, se había plantado ante él para mirarle frente a frente.
-Vengo a empeñar esto.
Y sacó del bolsillo un viejo reloj de plata, en cuyo dorso había un grabado que representaba el globo terrestre y del que pendía una cadena de acero.
-¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le presté! El plazo terminó hace tres días.
-Le pagaré los intereses de un mes más. Tenga paciencia.
-¡Soy yo quien ha de decidir tener paciencia o vender inmediatamente el objeto empeñado, jovencito!
-¿Me dará una buena cantidad por el reloj, Alena Ivanovna?
-¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen amigo. La vez pasada le di dos hermosos billetes por un anillo que podía obtenerse nuevo en una joyería por sólo rublo y medio.
-Deme cuatro rublos y lo desempeñaré. Es un recuerdo de mi padre. Recibiré dinero de un momento a otro.
-Rublo y medio, y le descontaré los intereses.
-¡Rublo y medió!
-exclamó el joven.
-Si no le parece bien, se lo lleva.

domingo, 4 de diciembre de 2011

I GUERRA MUNDIAL GRADO 9

http://www.youtube.com/watch?v=xRAITVg0MJM

GRADO 11. REVOLUCIÓN FRANCESA.

http://www.youtube.com/watch?v=IvZKvBAaXbQ

http://www.youtube.com/watch?v=pfqkHiJFWmw&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=ZxYjEulojwg&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=dVHWGi749ig&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=zXwpPzzLQzo&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=baiEMc4o2Qg&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=BKUngky0c50&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=QLX1AvnUf3w&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=DS_H774qQ0U&feature=related

http://www.youtube.com/watch?v=-XIq9aVK2es&feature=related

sábado, 22 de octubre de 2011

EDITORIALES GRADO 11

Editorial |18 Oct 2011 - 11:00 pm
Indignados del mundo
Por: Elespectador.com
La reciente jornada de protesta global, en su inmensa mayoría protagonizada por jóvenes sin mayores opciones, es consecuencia del justo malestar existente ante los problemas económicos y sociales generados por las drásticas medidas aplicadas para paliar los efectos de la crisis económica y la sensación de que los verdaderos culpables de la misma no han sido castigados proporcionalmente. Lo heterogéneo del movimiento sumado a lo gaseoso de sus postulados y reivindicaciones, así como la falta de estructura, han generado más dudas que certezas sobre su futuro.
En principio este parece estar emparentado, de una u otra manera, con las grandes movilizaciones del 68 y las protestas antiglobalización de hace unos años, así como ser consecuencia indirecta de la Primavera Árabe. Paradójicamente de allí se deriva su fuerza y su debilidad. El movimiento de finales de los 60 fue una causa común de reivindicación alrededor de una serie de emotivas consignas y postulados. Pasado su efecto inmediato el legado se fue diluyendo, y de la acción colectiva los esfuerzos pasaron en adelante a ser individuales. Hace unos años aparecieron las protestas antiglobalización que terminaron derivando en batallas campales contra la policía en los sitios donde tenían lugar importantes reuniones multilaterales. Su legado, más allá de una serie de eslóganes, como que otro mundo es posible, así como los arrestos masivos y los actos de vandalismo de algunos desadaptados, no terminaron por calar en la mayoría de la opinión pública.
De ahí que el surgimiento en España del 15-M —en el cual cientos de personas se tomaron lugares emblemáticos— fuera visto como una válida manifestación de descontento, pero sin que se le augurara mayor duración. Sin embargo, el movimiento no sólo ha permanecido y se ha fortalecido allí, sino que se ha ido extendiendo a otros países gracias al uso eficiente de las redes sociales. En Grecia, Italia, Australia, Inglaterra, Chile, Israel y EE. UU., por citar algunos casos, cientos de miles de Indignados se han lanzado a las calles con diversos tipos de reivindicaciones vinculadas a la falta de empleo, la crítica al abuso de los mercados, la necesidad de vivienda, el rechazo a la clase política a la que consideran inepta y corrupta, y un largo etcétera. En cerca de mil ciudades, en más de 80 países, entre ellos Colombia, estos grupos se hicieron sentir y han revivido la idea de la acción colectiva.
En una reciente entrevista al polaco Zygmunt Bauman, éste pone el dedo en la llaga al valorar los elementos positivos de esta protesta global como respuesta a los altos niveles de insatisfacción. Pero al mismo tiempo es muy claro al advertir que así como la emocionalidad que acompaña a los manifestantes ha sido esencial para lograr una amplia convocatoria y masivas movilizaciones, dicha emoción sin una estructura y liderazgo puede terminar “evaporándose” en la medida en que repita el tránsito por un camino similar al que siguieron sus antecesores de los 60. De esta manera, si las fuerzas económicas son globales y las consecuencias de sus actos también, los poderes políticos sólo pueden actuar en el plano nacional, lo que genera un bache entre la causa de los problemas y los remedios a aplicar. De ahí que la respuesta de los Indignados también termine volviéndose global.
De momento, es sano que frente a los problemas que se viven haya canales de escape mediante los cuales una sociedad hastiada de pagar los platos rotos pueda manifestar por medios pacíficos su inconformidad. Los políticos que, con corta visión, creen que van a usufructuar votos pescando en río revuelto pueden llevarse una sorpresa desagradable. Mientras tanto, el reto es que la efervescencia y el calor terminen mutando en alternativas serias, pacíficas y estructuradas, que no se conviertan, de nuevo, en flor de un día.


El empalamiento

Por Antonio Caballero. Revista Semana.

OPINIÓN El TLC con los Estados Unidos no es un tratado: es un acta de sometimiento. Tras años de súplicas, Uribe y Santos consiguieron por fin entregar a Colombia.
Sábado 15 Octubre 2011
Dijo eufórico, como está siempre desde que es presidente, el presidente Juan Manuel Santos a propósito del TLC:

-Es el tratado más importante que hemos firmado en nuestra historia.

Comparto su opinión. Creo que es más importante aún que aquellos que firmaron hace quinientos años, sin saber firmar, los caciques indios que eran los presidentes Santos de tiempos de la Conquista. Cuentan los cronistas de Indias que los conquistadores españoles les mostraban espejitos, y ellos, eufóricos al verse tan buenos mozos, les entregaban Eldorado a cambio: la tierra, el oro, el agua, su trabajo, sus niños como esclavos.
("Nuestros niños no son un destino turístico", reza en Eldorado de hoy, bobaliconamente, un letrero para darles ideas a los turistas).

El TLC con los Estados Unidos no es un tratado: es un acta de sometimiento. Tras años de súplicas, cambiando los términos una y otra vez ante las exigencias crecientes de la contraparte, acatadas siempre y a veces incluso solicitadas con abyección obscena, los gobiernos de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos consiguieron por fin entregar a Colombia. Al ver el resultado se angustia ahora, ya demasiado tarde, el ministro de Agricultura Juan Camilo Restrepo: "¡No estamos preparados!", gime. Y si lo menciono en primer lugar a él -heredero del Agro Ingreso Seguro que en teoría estaba destinado a "prepararnos" y por el cual su predecesor está en la cárcel- es porque el TLC será nefasto en primerísimo lugar para el campo: ese campo en donde nacen todas las violencias colombianas, guerrillas y paramilitares combinados en sus respectivas formas de lucha. También la industria sufrirá, la poca industria que todavía subsiste. Aunque he leído, y parece un chiste, que se abren grandes posibilidades de ganancias en el mercado inmenso de los Estados Unidos para los fabricantes colombianos de paraguas, de quitasoles, de tableros de parchís. Pero la producción agrícola y pecuaria será aniquilada al tener que competir sin ayuda (Colombia renuncia a subsidiarla) con los poderosos (y ellos sí por añadidura fuertemente subvencionados, pues los Estados Unidos se reservan ese derecho) productores norteamericanos de carne, de pollo, de huevos, de leche, de arroz, de maíz. Y de café. He leído que bajo el TLC Colombia importará café de marca estadounidense, así no lo sea de origen sino venido de Vietnam o de Costa de Marfil. O de la propia Colombia, a menosprecio, de ida y vuelta: de contrabando a la ida, legal a la vuelta. ¿Por qué no? ¿Acaso no importamos ya una vez millones de hectolitros de leche de Curazao, una isla árida que carece de producción lechera pero que sirvió de puente para la en ese momento abundante y barata leche radioactiva prohibida por la catástrofe nuclear de la central de Chernobyl?

Ah: y las armas. Que les pregunten a los mexicanos cómo les ha ido en el tema de las armas y en el de la harina para las tortillas gracias a su propio tratado de apertura, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

Nos queda la droga, eso sí. Aunque es el único rubro de verdad importante en las exportaciones colombianas hacia los Estados Unidos, no lo menciona el tratado. Lo cual quiere decir que se mantiene.

Volviendo a los caciques de hace cinco siglos: a los que no quisieron aceptar la conquista, los empalaron. Pero a los que sí, a los Santos, les fue todavía peor, porque los empalaron más despacio. Y el empalamiento duele. Consiste en que al condenado se le introduce por el ano una gruesa estaca afilada clavada en el piso y, tirando de las piernas, se hace que la punta suba recto arriba despedazando los órganos que estorban su paso hasta que asoma por la boca, destrozando lengua y dientes. Momento en que el empalado calla.

Y el que ayudó al empalamiento, literalmente el mamporrero del TLC, el que mostró con el dedo por dónde había que meter el palo, ese doctor Hernando José Gómez que fue el negociador principal del tratado bajo el gobierno de Álvaro Uribe, ¿qué hará entonces? Los cronistas de la Conquista cuentan que Francisquillo, el niño "lengua" o intérprete que ayudó a los españoles de Pizarro a penetrar en las entrañas de Perú, lloraba cuando vio cómo Pizarro, tras capturar al Inca y extorsionarle todo el oro del Imperio, lo hizo empalar. El niño, dicen, "se arrancaba a puñados los cabellos".

Tal vez haya llorado también el doctor Gómez. En estos días publicaron unas fotos de cuando firmaba de rodillas los tratados, y es visible que está ahora algo más calvo: se habrá arrancado los cabellos a puñados. Pero ¿y qué? Su cargo actual, bajo el empalado presidente Santos, es el de jefe de Planeación Nacional. Sabe Dios qué nuevos suplicios estará planeando.

VARIEDADES SOCIALES DE LA LENGUA GRADO 8

VARIEDADES SOCIALES DE LA LENGUA
Las variedades sociales se originan por la pertenencia de los hablantes a grupos, en cuya formación intervienen diversos factores, como la edad, la situación económica, laboral y profesional, el nivel educativo, la clase social o la procedencia rural o urbana. Las diferencias que se dan entre las personas que forman estos grupos se reflejan en su forma peculiar de hablar, igual que en el modo de vestir, en las actividades con que llenan el ocio, en los gestos o en sus preferencias culturales. La manera de hablar es, por tanto, un medio de identificación social que caracteriza a unos grupos sociales frente a otros. Por eso se habla de jerga juvenil, jerga médica, jerga de los delincuentes, lenguaje vulgar, lenguaje administrativo…

Los hablantes acaban por adoptar una variedad distinta de la lengua cuando sienten el deseo o la necesidad de identificarse con otra clase de personas que pertenecen a otro grupo social.

GRUPOS SOCIALES Y VARIEDAD

Quienes pertenecen a un mismo grupo social comparten un mismo repertorio de recursos lingüísticos que pueden emplear en situaciones semejantes. Sin embargo, entre los mismos de un mismo grupo existen también diferencias:

1. Unos conocen mejor la variedad lingüística que otros, es decir, poseen un léxico más amplio.

2. Unos disponen de más y mejores estrategias comunicativas que otros.

3. Algunos hablantes son capaces de entender una variedad, pero no de expresarse en ella.

4. Y, en fin, mientras ciertos de hablantes se comunican siempre empleando una sola variedad, otros son capaces de hacerlo en más de una dependiendo de la situación en la que se encuentren.

LOS FACTORES DE VARIACIÓN
Los factores que determinan la diversificación de una lengua dentro de una comunidad son muy variados, y no siempre influyen de la misma forma en todas las culturas. Cada una de estas culturas presenta una distribución en grupos características y cada uno de estos ofrece una particular actitud hacia las innovaciones que se dan en la lengua.

Entre los factores que originan variedades sociales destacan: factores físicos (sexo, edad), los cuales dan lugar a las halas femeninas y masculinas al habla infantil, a las jergas juveniles, etc. Factores geopolíticos (situación y procedencia), los cuales determinan las hablas rurales y urbanas, las lenguas de los grupos inmigrantes, etc. Factores socioprofesionales (actividad profesional, nivel de estudio, grupo social), los cuales propician los lenguajes específicos, las jergas profesionales, los argots, etc.
Las variedades funcionales o diafásicas (los registros) son las modalidades lingüísticas que se eligen determinadas por la situación de comunicación. Según el medio empleado (oral o escrito), la materia abordada (corriente o de especialidad), según la relación que exista entre los interlocutores (de solidaridad o jerarquía) y la función perseguida, se distingue entre diversos registros: registro coloquial, formal, familiar, especializado, elaborado, espontáneo, etc.; los registros especializados han sido denominados también tecnolectos.Entre las variedades funcionales o diafásicas se encuentran además las jergas (variedad utilizada dentro de una profesión determinada) y los argots (variedad característica de un determinado grupo social: argot juvenil, argot del hampa, etc.).
Palabra Significado Ejemplo
Chanda Feo, pereza, malo (calidad) "Que chanda ir a ese lugar"
"Que chanda este juguete"
Seba Grotesco, produce asco. "Que seba de man"
Man Hombre, chico, niño "Mira ese man tan chistoso"
Que video Situación inverosímil, graciosa, extraña. "¿Enserio pasó eso? Que video..."
Que pena Perdon, también se usa para pedir permiso,
o para abrirse paso entre la gente. "Que pena señora, la pisé duro?"
Esta buena Mujer con grandes atributos,
"agradable a la vista" "Esta vieja esta buena"
Vieja Mujer "Mirá a esa vieja..."
Mamera Persona cansona, algo que causa tedio "Que mamera de vieja"
"no quiero ir allá, me da mamera"
Que maricada Que estupidez, que ridiculez "¿Pelearon por eso? Que maricada"
Ñámpira Persona indeseable, ladrón, atracador. "Esa ñámpira me amenazó con un puñal"
Mucho pasado Hizo algo que sobrepasó los límites,
Hizo algo que no debió. "¿Le dijiste eso a tu amigo? Mucho pasado"
Rabón Persona de mal genio, antipática. "No me prestó el balón, es un rabón", "Está rabón por que no le presté el balón"

EL TEXTO EXPOSITIVO GRADO 6

Texto Expositivo
La función primordial de este tipo de texto es la de transmitir información pero no se limita simplemente a proporcionar datos sino que además agrega explicaciones, describe con ejemplos y analogías.
Está presente en: • Todas las ciencias, tanto en las físico-matemáticas y las biológicas como en las sociales, ya que el objetivo central de la ciencia es proporcionar explicaciones a los fenómenos característicos de cada uno de sus dominios. • En las asignaturas del área físico-matemática la forma característica que adopta la explicación es la demostración.
El contacto con esta clase de textos es entonces constante en la escuela desde Nivel Inicial hasta el final de la escolaridad pero a pesar de ello, los alumnos demuestran serias dificultades para comprenderlos.
Las características principales de los textos expositivos son:
• se utiliza la tercera persona • los verbos de las ideas principales se conjugan en Modo Indicativo
• el registro es formal • se emplean gran cantidad de términos técnicos o científicos
• no se utilizan expresiones subjetivas
Funciones de un texto expositivo
a.- es informativa, porque presenta datos o información sobre hechos, fechas, personajes, teorías, etc.;
b.- es explicativa, porque la información que brinda incorpora especificaciones o explicaciones significativas sobre los datos que aporta;
c.- es directiva, porque funciona como guía de la lectura, presentando claves explícitas (introducciones, títulos, subtítulos, resúmenes) a lo largo del texto. Estas claves permiten diferenciar las ideas o conceptos fundamentales de los que no lo son.
¿Cómo se organiza la información en un texto expositivo?
La información en este tipo de textos no se presenta siempre del mismo modo sino que observaremos distintas formas de organización discursiva, a saber:
1) Descripción: consiste en la agrupación de ideas por mera asociación,
2) Seriación: presenta componentes organizativos referidos a un determinado orden o gradación
3) Causalidad: expone las razones o fundamentos por las cuales se produce la sucesión de ideas
4) Problema – solución: presenta primero una incógnita, luego datos pertinentes y finalmente brinda posibles soluciones
5) Comparación u oposición: presenta semejanzas o diferencias entre elementos diversos, por ejemplo:
En todo texto expositivo es fundamental la presencia de los conectores lógicos. Este tipo de conectores indican la organización estructura del texto. ¿Cuáles son los más frecuentes?
• Para la seriación además, después, también, asimismo, por añadidura, . primero, el que sigue, etc
• Para la causalidad entonces, por lo tanto, por eso, por consiguiente, así que, porque, con el fin de, etc.
• Para estructura problema/ solución del mismo modo, similarmente, semejante a, etc. Pero, a pesar de, sin embargo, al contrario, por otra parte, si bien, etc.

domingo, 2 de octubre de 2011

LA BELLEZA GRIEGA EN PLA´TÓN GRADO 11

Estética de Platón y Aristóteles.
Textos de Platón sobre la estética.
La teoría del arte no figura en el campo de sus investigaciones; los problemas y postulados estéticos, no habían sido ordenados ni elaborados sistemáticamente, aunque los elementos si los encontramos en sus escritos. Las cuestiones estéticas se entrelazan en su pensamiento con las metafísicas y éticas. La teoría idealista de la existencia y la teoría apriorística del conocimiento, influyeron sobre su concepto de la belleza, mientras que la teoría espiritualista del hombre y la moralista de la vida se reflejan en su concepción sobre el arte.
La primera vez que los conceptos de la belleza y del arte quedaron incluidos en un gran sistema filosófico; fuera del sistema, los escritos de Platón contienen gran cantidad de ideas y pensamientos estéticos bajo la forma de alusiones, resúmenes, anuncios o metáforas.
El concepto de belleza
Las formas, los colores y las melodías constituían tan solo una parte de la belleza, pues abarcaban con este concepto, no solo los objetos materiales sino también elementos psíquicos y sociales, caracteres y sistemas políticos, la virtud y la verdad. Entendía la belleza ampliamente: abarcaba con ella no solo los valores que solemos llamar estéticos sino también los morales y cognoscitivos. Este concepto de lo bello difería muy poco del concepto del bien, sirviendo sobre todo para formular tesis generales, y era aplicable en la estética filosófica.
1. La verdad, el bien y lo bello
No consideraba la triada como un conjunto completo; la belleza la entendía en el sentido griego y no en el sentido estrictamente estético; esta triada fue adoptada en los siglos siguientes.
2. En contra de la interpretación hedonista y funcionalista de lo bello
Definía el concepto de lo bello de forma inductiva e intentaba aclarar las cualidades comunes para todo el concepto de belleza.
Lo bello es lo conveniente (lo útil y lo que sirve pueden ser considerados como variantes de la conveniencia) y lo bello es un placer para la vista y los oídos.
Platón tuvo en cuenta ambas definiciones, pero no las acepto. Ambas habían sido utilizadas en la filosofía pre-platónica; la belleza es lo conveniente, es definición socrática. Las objeciones que hace Platón son: lo adecuado puede ser un medio para llegar a lo bueno, pero no puede constituir lo bueno por si mismo, mientras que lo bello siempre es bueno; en segundo lugar, podemos apreciar los objetos por la utilidad o en si mismo.
La segunda definición, "lo hermoso es lo que produce placer por medio del oído y de la vista", provenía de los sofistas, y no fue aceptado por Platón: el placer no puedo ser un rasgo que defina la belleza, ya que existen placeres que no están vinculados con la belleza.
Lo bello no puede ser limitado, ya que comprende también la sabiduría, la virtud, los actos heroicos y las buenas leyes.
La interpretación objetiva de la belleza
Platón refuto la postura de los sofistas por restringida y por subjetiva. Lo bello no es una propiedad, sino una comprobación de la belleza; esta tesis era inadmisible para Platón: poseemos un sentido innato y permanente de la belleza, de la armonía y del ritmo; solo este sentido puede constituir para nosotros una prueba de ellos. Contrapuso la verdadera belleza a la ilusoria; también opuso la verdadera existencia a la aparente, el verdadero conocimiento al aparente, la verdadera existencia y la verdadera virtud a la aparente.
El hecho que Platón rompiera con la convicción antigua de que lo bello es lo que gusta, tuvo grandes consecuencias en el futuro. Platón fue el iniciador de la crítica del arte y de la especulación estética. Posteriormente nos aclara su postura ante la definición formal de belleza, apareciendo rasgos propios suyos, y rasgos pitagóricos.
La belleza como orden y medida
La concepción pitagórica de Platón, veía la esencia de la belleza en el orden, en la medida, en la proporción, en el acorde y en la armonía; concebía la belleza primero como una propiedad dependiente de la disposición(distribución, armonía) de los elementos y, como una propiedad cuantitativa, matemática que podía expresarse por numeros(medida y proporción). Platón explica que son la medida y la proporción, quienes deciden sobre la belleza de las cosas y les proporcionan unidad.
El sentido de belleza es una particularidad del hombre, una manifestación de su divinidad.
Atribuye a la forma el papel preponderante en el arte y la belleza, más la forma como disposición de los elementos y no como apariencia de las cosas. Elogia las formas bellas, pero sin considerarlas superiores al contenido.
3. La idea de belleza
La segunda concepción de belleza que mantiene en su madurez, es la de que es producto de las opiniones filosóficas que el mismo había creado. De esto, derivan consecuencias importantes para la estética: no se puede limitar la belleza a los cuerpos; esta debió ser también propiedad de las almas y de las Ideas, la cual es por otra parte, superior a los cuerpos. Esto trajo como consecuencia la espiritualización e idealización de la belleza, llevando a la estética, a un cambio de perspectiva: de la experiencia a la construcción.
La belleza espiritual es superior, pero no es la más perfecta; es la Idea misma de la belleza, la que alcanza la perfección, poniendo a la belleza en un plano trascendente; extiende el alcance del concepto griego de la belleza haciéndole abarcar también los objetos abstractos, inaccesibles para la experiencia; introduce una nueva valoración, la de belleza real, quedando devaluado frente a la belleza ideal. Introduce también una nueva medida de belleza, el grado de la belleza de las cosas reales dependía de su mayor o menor distancia respecto de la Idea de lo bello.
El pensamiento platónico, dio a su estética un matiz idealista y moralista. Su convicción de que los mayores bienes son morales, ejerció también una influencia sobre su manera de entender la belleza.
4. La gran belleza y la belleza de la moderación, belleza absoluta y belleza relativa
Distingue entre el gran arte, y el arte de la moderación, separando la belleza austera y llena de dignidad de la más superficial y ligera. Su distinción origino la diferenciación entre lo bello y lo sublime, y fue un intento de establecer las categorías estéticas.
Distingue también entre la belleza de las cosas reales, y la belleza de las líneas rectas, los círculos y los cuerpos sólidos por el otro.
5. El concepto del arte, la poesía y el arte
Su teoría del arte no está muy estrechamente unida con su teoría de lo bello. La mayor belleza la reconoce en el universo y no en el arte. Se sirve del concepto griego del arte, que comprendía tanto la pintura y la escultura como las artes útiles; era arte todo lo que el hombre produce con habilidad y para algún fin.
Conforme a tal entendimiento del arte, incluía en el también la técnica, pero no la poesía, ligada esta a la inspiración. La parte idealista y la moralista de Platón, comprendía la poesía como un fenómeno psicológico excepcional.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

ORIGEN Y EVOLUACIÓN DEL CASTELLANO GRADO 9

ORIGEN DEL CASTELLANO
Una lengua nace a partir de la lenta evolución mediante desviación, corrupción, y cambios fonéticos de una expresión originaria. Tras varias generaciones, los viejos hábitos lingüísticos ceden en una localización determinada a unos nuevos, los cuales se generalizan y difunden convirtiéndose en una norma más general y homogénea. Estos rasgos diferenciadores se estabilizan y se plasman en el lenguaje escrito, convirtiendo un dialecto en una nueva lengua.
Es difícil precisar el momento exacto del nacimiento de una lengua cualquiera. Tenemos la seguridad de que cuando aparecen los primeros escritos en esa lengua, esta, ya ha nacido y se habla entre las gentes de una zona desde varios siglos atrás.
Un espíritu de identidad y libertad existía en esas gentes procedentes de diversidades climáticas, étnicas y lingüísticas en una tierra encrucijada de razas, caminos y fronteras.
Como dice César Hernández "... durante esos primeros siglos, fueron colonizando tierras hacia el sur, en una constante alternativa entre la defensa contra los musulmanes y la obsesión de ganarles terreno por medio de la conquista y la repoblación. En ese medio y ambiente hostiles se fue forjando un pueblo innovador, rebelde y rudo. Difícil es pensar que en aquella Castilla hubiera magnates ni grandes señores, ni en ella se conciben poderosos monasterios."
Unas especiales condiciones se dieron durante el siglo VIII en los nuevos territorios conquistados en la naciente Castilla; Alfonso I, llevó a esta zona gentes procedentes de la meseta que habían sido romanizadas en alto grado siglos atrás, las cuales se juntaron incluso en mestizaje con las ya existentes, apenas romanizadas y que por lo tanto conservaban en parte sus costumbres y lenguas de tiempos anteriores a los de la conquista romana, especialmente, cántabros y vascones.
Se da por lo tanto una situación de bilingüismo, con lo que los hábitos fonéticos de unos se verán importantemente influenciados por otros. Fue así en esa primera Castilla, donde comenzó la deformación del romance hispanogodo, que más o menos se hablaba en toda la península de una forma homogénea. Esta lengua romance, hablada por esas gentes cántabras y vasconas, con sus peculiaridades lingüísticas y fonéticas irán deformando y desviando la norma y poco a poco convirtiéndola en un nuevo dialecto. Esta lengua naciente, ira evolucionando de una forma interna y única, ayudada además por una situación de aislamiento debida a la dificultad de comunicación orográfica y a las malas relaciones con el mundo hispanogodo de León.
Las ganas de separación e independencia de este pueblo naciente, hará que se sientan orgullosos de estas diferencias con su habla y será bandera distintiva.
Como escribe el insigne lingüista Cesar Hernández: "Y así debió nacer el castellano, como un conjunto de deformaciones vulgares provocadas en un ambiente de situación bilingüe, con clara intención de manifestar su personalidad propia frente a otras normas habladas. Su germen, pues, debió ser ese romance hispanovisigótico, y sus impulsores los factores señalados, es decir, los varios hábitos lingüísticos, la deformación, la vulgarización y la conciencia positiva de unos hablantes respecto a su manera de hablar."
V.- PLASMACIÓN ESCRITA DEL CASTELLANO.
A pesar de que las gentes castellanas hablaran su lengua desde tiempos que no podemos asegurar con exactitud, está claro, que la plasmación escrita de esa nueva norma escrita, no se dio hasta siglos después. La cultura estaba en aquellos tiempos en los monasterios y es evidente, que los documentos allí escritos, lo eran en aún en la lengua madre, es decir, en latín, ya fuera este más o menos culto.
Evidente es que debieron circular documentos con grafías ya propias de la nueva lengua de una forma no oficial, es decir, en documentos no de monasterios, como pudieron ser pequeños escritos de los juglares, como cantares de gesta y poemas de tipo heroico. Las primeras letras escritas que se conservan en la actualidad, son las llamadas Glosas Emilianenses y Silenses, que son documentos procedentes de los monasterios de San Millán de la Cogolla (monasterio riojano cercano a la provincia de Burgos) y del monasterio de Santo Domingo de Silos, en el alfoz de Lara, Burgos. Estas glosas no son mas que pequeños comentarios en lengua castellana a fragmentos de textos latinos.
VI.- CRECIEMIENTO Y EXPANSIÓN DEL CASTELLANO.
Toda lengua, necesita de préstamos lingüísticos para seguir creciendo y hacerse más eficaz. El Camino de Santiago, a su paso por Burgos, era un foco importantísimo de cultura proveniente de Europa, así, también nuestra lengua castellana se vio enriquecida por este influjo cultural, fueron varios los galicismos y provenzalismos que tomamos prestados. La influencia árabe también se dejó sentir en diversos campos, como en topónimos, antropónimos, términos militares, de agricultura, comercio, vestimenta...
El castellano poco a poco se iba extendiendo a lo largo de las tierras reconquistadas y también hacia otros reinos ya cristianos. "La potencia política y el nivel cultural de Castilla fue lo suficientemente fuerte para que los reinos vecinos aceptasen paulatinamente su modo de hablar, por conveniencias y necesidad. El castellano no se impuso 'a golpe de espada', sino que fue asumido y aceptado por su prestigio y porque era el soporte de un poder superior."

lunes, 12 de septiembre de 2011

EDIPO REY GRADO 11

PERSONAJES:

EDIPO
SACERDOTE
CREONTE
CORO DE ANCIANOS TEBANOS
TIRESIAS
YOCASTA
MENSAJERO
SERVIDOR DE LAYO
OTRO MENSAJERO
(Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes está sentado en las gradas del altar, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en silencio. Después les dirige la palabra.)
EDIPO.- ¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué están en actitud sedente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está llena de incienso, a la vez que de cantos, de súplicas y de gemidos, y yo, porque considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estén así ante mí? ¿El temor o el ruego? Piensa que yo querría ayudarlos en todo. Sería insensible si no me compadeciera ante semejante actitud.
SACERDOTE.- ¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno.
La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra vida.
Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a cabo por los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Senos también igual en esta ocasión. Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privadas de hombres que las pueblen.
EDIPO.- ¡Oh hijos dignos de lástima! Vienen a hablarme porque anhelan algo conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos están sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de ustedes que padezca tanto como yo. En efecto, el dolor de ustedes llega sólo a cada uno en sí mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que no me despiertan de un sueño en el que estuviera sumido, sino que estén seguros de que muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis pensamientos. El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, es el que he tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en comparación con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que es razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste.
SACERDOTE.- Con oportunidad has hablado. Precisamente éstos me están indicando por señas que Creonte se acerca.
EDIPO.- ¡Oh soberano Apolo! ¡Ojalá viniera con suerte liberadora, del mismo modo que viene con rostro radiante!
SACERDOTE.- Por lo que se puede adivinar, viene complacido. En otro caso no vendría así, con la cabeza coronada de frondosas ramas de laurel.
EDIPO.- Pronto lo sabremos, pues ya está lo suficientemente cerca para que nos escuche. ¡Oh príncipe, mi pariente, hijo de Meneceo! ¿Con qué respuesta del oráculo nos llegas?
(Entra Creonte en escena.)
CREONTE.- Con una buena. Afirmo que incluso las aflicciones, si llegan felizmente a término, todas pueden resultar bien.
EDIPO.- ¿Cuál es la respuesta? Por lo que acabas de decir, no estoy ni tranquilo ni tampoco preocupado.
CREONTE.- Si deseas oírlo estando éstos aquí cerca, estoy dispuesto a hablar y también, si lo deseas, a ir dentro.
EDIPO.- Habla ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso, que por mi propia vida.
CREONTE.- Diré las palabras que escuché de parte del dios. El soberano Febo nos ordenó, claramente, arrojar de la región una mancilla que existe en esta tierra y no mantenerla para que llegue a ser irremediable.
EDIPO.- ¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la desgracia?
CREONTE.- Con el destierro o liberando un antiguo asesinato con otro, puesto que esta sangre es la que está sacudiendo la ciudad.
EDIPO.- ¿De qué hombre denuncia tal desdicha?
CREONTE.- Teníamos nosotros, señor, en otro tiempo a Layo como soberano de esta tierra, antes de que tú rigieras rectamente esta ciudad.
EDIPO.- Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi.
CREONTE.- Él murió y ahora el dios nos prescribe claramente que tomemos venganza de los culpables con violencia.
EDIPO.- ¿En qué país pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una antigua culpa, difícil de investigar?
CREONTE.- Afirmó que en esta tierra. Lo que es buscado puede ser cogido, pero se escapa lo que pasamos por alto.
EDIPO.- ¿Se encontró Layo con esta muerte en casa, o en el campo, o en algún otro país?
CREONTE.- Tras haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, y una vez fuera, ya no volvió más a casa.
EDIPO.- ¿Y ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien, informándose, pudiera sacarse alguna ventaja?
CREONTE.- Murieron, excepto uno, que huyó despavorido y sólo una cosa pudo decir con seguridad de lo que vio.
EDIPO.- ¿Cuál? Porque una sola podría proporcionarnos el conocimiento de muchas, si consiguiéramos un pequeño principio de esperanza.
CREONTE.- Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron muerte, no con el rigor de una sola mano, sino de muchas.
EDIPO.- ¿Cómo habría llegado el ladrón a semejante audacia, si no se hubiera proyectado desde aquí con dinero?
CREONTE.- Eso era lo que se creía. Pero, después que murió Layo, nadie surgía como su vengador en medio de las desgracias.
EDIPO.- ¿Qué tipo de desgracia se presentó que impedía, caída así la soberanía, averiguarlo?
CREONTE.- La Esfinge, de enigmáticos cantos, nos determinaba a atender a lo que nos estaba saliendo al paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista.
EDIPO.- Yo lo volveré a sacar a la luz desde el principio, ya que Febo, merecidamente, y tú, de manera digna, pusieron tal solicitud en favor del muerto; de manera que verán también en mí, con razón, a un aliado para vengar a esta tierra al mismo tiempo que al dios. Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo alejaré yo en persona esta mancha. El que fuera el asesino de aquél tal vez también de mí podría querer vengarse con violencia semejante. Así, pues, auxiliando a aquél me ayudo a mí mismo.
Ustedes, hijos, levántense de las gradas lo más pronto que puedan y recojan estos ramos de suplicantes. Que otro congregue aquí al pueblo de Cadmo sabiendo que yo voy a disponerlo todo. Y con la ayuda de la divinidad apareceré triunfante o fracasado.
(Entran Edipo y Creonte en el palacio.)
SACERDOTE.- Hijos, levantémonos. Pues con vistas a lo que él nos promete hemos venido aquí. ¡Ojalá que Febo, el que ha enviado estos oráculos, llegue como salvador y ponga fin a la epidemia!
(Salen de la escena y, seguidamente, entra en ella el Coro de ancianos tebanos.)
CORO.
ESTROFA 1ª
¡Oh dulce oráculo de Zeus! ¿Con qué espíritu has llegado desde Pito, la rica en oro, a la ilustre Tebas? Mi ánimo está tenso por el miedo, temblando de espanto, ¡oh dios, a quien se le dirigen agudos gritos, Delios, sanador! Por ti estoy lleno de temor. ¿Qué obligación de nuevo me vas a imponer, bien inmediatamente o después del transcurrir de los años? Dímelo, ¡oh hija de la áurea Esperanza, palabra inmortal!
ANTÍSTROFA 1ª
Te invoco la primera, hija de Zeus, inmortal Atenea, y a tu hermana, Artemis, protectora del país, que se asienta en glorioso trono en el centro del ágora y a Apolo el que flecha a distancia. ¡Ay! Háganse visibles para mí, los tres, como preservadores de la muerte.
Si ya anteriormente, en socorro de una desgracia sufrida por la ciudad, consiguieron arrojar del lugar el ardor de la plaga, preséntense también ahora.
ESTROFA 2ª
¡Ay de mí! Soporto dolores sin cuento. Todo mi pueblo está enfermo y no existe el arma de la reflexión con la que uno se pueda defender. Ni crecen los frutos de la noble tierra ni las mujeres tienen que soportar quejumbrosos esfuerzos en sus partos. Y uno tras otro, cual rápido pájaro, puedes ver que se precipitan, con más fuerza que el fuego irresistible, hacia la costa del dios de las sombras.
ANTÍSTROFA 2ª
La población perece en número incontable. Sus hijos, abandonados, yacen en el suelo, portadores de muerte, sin obtener ninguna compasión. Entretanto, esposas y, también, canosas madres gimen por doquier en las gradas de los templos, en actitud de suplicantes, a causa de sus tristes desgracias. Resuena el peán y se oye, al mismo tiempo, un sonido de lamentos. En auxilio de estos males, ¡oh dura hija de Zeus!, envía tu ayuda, de agraciado rostro.
ESTROFA 3ª.
Concede que el terrible Ares, que ahora sin la protección de los escudos me abrasa saliéndome al encuentro a grandes gritos, se dé la vuelta en su carrera, lejos de los confines de la patria, bien hacia el inmenso lecho de Anfitrita, bien hacia la inhóspita agitación de los puertos tracios. Pues si la noche deja algo pendiente, a terminarlo después llega el día. A ése, ¡oh tú, que repartes las fuerzas de los abrasadores relámpagos, oh Zeus padre!, destrúyelo bajo tu rayo.
ANTÍSTROFA 3ª.
Soberano Liceo, quisiera que tus flechas invencibles que parten de cuerdas trenzadas en oro se distribuyeran, colocadas delante, como protectoras y, también, las antorchas llameantes de Artemis con las que corre por los montes de Licia. Invoco al de la mitra de oro, el que da nombre a esta región, a Baco, el de rojizo color, al del evohé, compañero de las ménades, ¡que se acerque resplandeciente con refulgente antorcha contra el dios odioso entre los dioses!
(Sale Edipo y se dirige al Coro.)
EDIPO.- Suplicas. Y de lo que suplicas podrías obtener remedio y alivio en tus desgracias, si quisieras acoger mis palabras cuando las oigas y prestar servicio en esta enfermedad. Y yo diré lo que sigue, como quien no tiene nada que ver con este relato ni con este hecho. Porque yo mismo no podría seguir por mucho tiempo la pista sin tener ni un rastro. Pero, como ahora he venido a ser un ciudadano entre ciudadanos, les diré a todos ustedes, cadmeos, lo siguiente: aquel de ustedes que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa contra sí mismo, ya que ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país. Si alguien, a su vez, conoce que el autor es otro de otra tierra, que no calle. Yo le concederé la recompensa a la que se añadirá mi gratitud. Si, por el contrario, callan y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar esta orden, lo que haré con ellos deben escucharme. Prohíbo que en este país, del que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre, quienquiera que sea, y que se haga partícipe con él en súplicas o sacrificios a los dioses y que le permita las abluciones. Mando que todos lo expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo pítico del dios. Ésta es la clase de alianza que yo tengo para con la divinidad y para el muerto. Y pido solemnemente que, el que a escondidas lo ha hecho, sea en solitario, sea en compañía de otros, desventurado, consuma su miserable vida de mala manera. E impreco para que, si llega a estar en mi propio palacio y yo tengo conocimiento de ello, padezca yo lo que acabo de desear para éstos.
Y a ustedes les encargo que cumplan todas estas cosas por mí mismo, por el dios y por este país tan consumido en medio de esterilidad y desamparo de los dioses. Pues, aunque la acción que llevamos a cabo no hubiese sido promovida por un dios, no sería natural que ustedes la dejaran sin expiación, sino que deberían hacer averiguaciones por haber perecido un hombre excelente y, a la vez, rey.
Ahora, cuando yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo aquél, en posesión del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su descendencia no se hubiera malogrado -pero la adversidad se lanzó contra su cabeza-, por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del asesinato para provecho del hijo de Lábdaco, descendiente de Polidoro y de su antepasado Cadmo, y del antiguo Agenor. Y pido, para los que no hagan esto, que los dioses no les hagan brotar ni cosecha alguna de la tierra ni hijos de las mujeres, sino que perezcan a causa de la desgracia en que se encuentran y aún peor que ésta. Y a ustedes, los demás Cadmeos, a quienes esto les parezca bien, que la Justicia como aliada y todos los demás dioses los asistan con buenos consejos.
CORIFEO.- Tal como me has cogido inmerso en tu maldición, te hablaré, oh rey. Yo ni lo maté ni puedo señalar a quién lo hizo. En esta búsqueda, era propio del que nos la ha enviado, de Febo, decir quién lo ha hecho.
EDIPO.- Con razón hablas. Pero ningún hombre podría obligar a los dioses a algo que no quieran.
CORIFEO.- En segundo lugar, después de eso, te podría decir lo que yo creo.
EDIPO.- También, si hay un tercer lugar, no dejes de decirlo.
CORO.- Sé que, más que ningún otro, el noble Tiresias ve lo mismo que el soberano Febo, y de él se podría tener un conocimiento muy exacto, si se le inquiriera, señor.
EDIPO.- No lo he echado en descuido sin llevarlo a la práctica; pues, al decírmelo Creonte, he enviado dos mensajeros. Me extraña que no esté presente desde hace rato.
CORIFEO.- Entonces los demás rumores son ineficaces y pasados.
EDIPO.- ¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de rumor.
CORIFEO.- Se dijo que murió a manos de unos caminantes.
EDIPO.- También yo lo oí. Pero nadie conoce al que lo vio.
CORIFEO.- Si tiene un poco de miedo, no aguardará después de oír tus maldiciones.
EDIPO.- El que no tiene temor ante los hechos tampoco tiene miedo a la palabra.
(Entra Tiresias con los enviados por Edipo. Un niño le acompaña.)
CORIFEO.- Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Éstos traen ya aquí al sagrado adivino, al único de los mortales en quien la verdad es innata.
EDIPO.- ¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que debe ser enseñado y lo que es secreto, los asuntos del cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin embargo, de qué mal es víctima nuestra ciudad. A ti te reconocemos como único defensor y salvador de ella, señor. Porque Febo, si es que no lo has oído a los mensajeros, contestó a nuestros embajadores que la única liberación de esta plaga nos llegaría si, después de averiguarlo correctamente, dábamos muerte a los asesinos de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin rehusar ni el sonido de las aves ni ningún otro medio de adivinación, sálvate a ti mismo y a la ciudad y sálvame a mí, y líbranos de toda impureza originada por el muerto. Estamos en tus manos. Que un hombre preste servicio con los medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las tareas.
TIRESIAS.- ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al que la tiene! Yo lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera venido aquí.
EDIPO.- ¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presentado!
TIRESIAS.- Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú lo tuyo y yo lo mío si me haces caso.
EDIPO.- No hablas con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te alimentó, si la privas de tu augurio.
TIRESIAS.- Porque veo que tus palabras no son oportunas para ti. ¡No vaya a ser que a mí me pase lo mismo...!
(Hace ademán de retirarse.)
EDIPO.- No te des la vuelta, ¡por los dioses!, si sabes algo, ya que te lo pedimos todos los que estamos aquí como suplicantes.
TIRESIAS.- Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis desgracias, por no decir las tuyas.
EDIPO.- ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino que piensas traicionarnos y destruir a la ciudad?
TIRESIAS.- Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me interrogas inútilmente? No te enterarás por mí.
EDIPO.- ¡Oh el más malvado de los malvados, pues tú llegarías a irritar, incluso, a una roca! ¿No hablarás de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e inflexible?
TIRESIAS.- Me has reprochado mi obstinación, y no ves la que igualmente hay en ti, y me censuras.
EDIPO.- ¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que tú estás perjudicando a nuestra ciudad?
TIRESIAS.- Llegarán por sí mismas, aunque yo las proteja con el silencio.
EDIPO.- Pues bien, debes manifestarme incluso lo que está por llegar.
TIRESIAS.- No puedo hablar más. Ante esto, si quieres irrítate de la manera más violenta.
EDIPO.- Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de encolerizado. Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti solo.
TIRESIAS.- ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra.
EDIPO.- ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué manera crees poderte escapar a ella?
TIRESIAS.- Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza.
EDIPO.- ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no procede.
TIRESIAS.- Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de mi voluntad.
EDIPO.- ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor.
TIRESIAS.- ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que hable?
EDIPO.- No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo.
TIRESIAS.- Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando.
EDIPO.- No dirás impunemente dos veces estos insultos.
TIRESIAS.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites aún más?
EDIPO.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho.
TIRESIAS.- Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracia estás.
EDIPO.- ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo alegremente esto?
TIRESIAS.- Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad.
EDIPO.- Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos, de la mente y de la vista.
TIRESIAS.- Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no habrá nadie que no te reproche pronto.
EDIPO.- Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz, podrías perjudicar nunca.
TIRESIAS.- No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello se basta Apolo, a quien importa llevarlo a cabo.
EDIPO.- ¿Esta invención es de Creonte o tuya?
TIRESIAS.- Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo.
EDIPO.- ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en ustedes, si, a causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque, ¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora Y, ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener, ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo, Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el que ha urdido esto tendrán que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes.
CORIFEO.- Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera.
TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida. ¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal será aniquilado nunca de peor forma que tú.
EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?
TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.
EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio.
Tiresias.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era juicioso.
EDIPO.- ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser?
TIRESIAS.- Este día te engendrará y te destruirá.
EDIPO.- ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!
TIRESIAS.- ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo?
EDIP0.- Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande.
TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer.
EDIPO.- Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa.
TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme.
EDIPO.- Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que no atormentes más.
TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo, está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio.
(Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)
CORO
ESTROFA 1ª
¿Quién es aquel al que la profética roca délfica nombró como el que ha llevado a cabo, con sangrientas manos, acciones indecibles entre las indecibles? Es el momento para que él, en la huida, fuerce un paso más poderoso que el de caballos rápidos como el viento, pues contra él se precipita, armado con fuego y relámpagos, el hijo de Zeus. Y, junto a él, siguen terribles las infalibles diosas de la Muerte.
ANTÍSTROFA 1ª
No hace mucho resonó claramente, desde el nevado Parnaso, la voz que anuncia que, por doquier, se siga el rastro al hombre desconocido. Va de un lado a otro bajo el agreste bosque y por cuevas y grutas, cual un toro que vive solitario, desgraciado, de desgraciado andar, rehuyendo los oráculos procedentes del centro de la tierra. Pero éstos, siempre vivos, revolotean alrededor.
ESTROFA 2ª
De terrible manera, ciertamente, de terrible manera me perturba el sabio adivino, ya lo crea, ya niegue. ¿Qué diré? Lo ignoro. Estoy traído y llevado por las esperanzas, sin ver ni el presente ni lo que hay detrás. Yo nunca he sabido, ni antes ni ahora, qué motivo de disputa había entre los Labdácidas y el hijo de Pólibo, que, por haberlo probado, me haga ir contra la pública fama de Edipo, como vengador para los Labdácidas de muertes no claras.
ANTÍSTROFA 2ª
Por una parte, cierto es que Zeus y Apolo son sagaces y conocedores de los asuntos de los mortales, pero que un adivino entre los hombres obtenga mayor éxito que yo, no es un juicio verdadero. Un hombre podría contraponer sabiduría a sabiduría. Y yo nunca, hasta ver que la profecía se cumpliera, haría patentes los reproches. Porque, un día, llegó contra él, visible, la alada doncella y quedó claro, en la prueba, que era sabio y amigo para la ciudad. Por ello, en mi corazón nunca será culpable de maldad
(Entra Creonte.)
CREONTE.- Ciudadanos, habiéndome enterado de que el rey Edipo me acusa con terribles palabras, me presento sin poder soportarlo. Pues si en los males presentes cree haber sufrido de mi parte con palabras o con obras algo que le lleve a un perjuicio, no tengo deseo de una vida que dure mucho tiempo con esta fama. El daño que me reporta esta acusación no es sin importancia, sino gravísimo, si es que voy a ser llamado malvado en la ciudad, y malvado ante ti y ante los amigos.
CORIFEO.- Tal vez haya llegado a este ultraje forzado por la cólera, más que intencionadamente.
CREONTE.- ¿Fue declarado por éste abiertamente que, persuadido por mis consejeros, el adivino decía palabras falaces?
CORIFEO.- Eso dijo, pero no sé con qué intención.
CREONTE.- ¿Y, con la mirada y la mente rectas, lanzó esta acusación contra mí?
CORIFEO.- No sé, pues no conozco lo que hacen los que tienen el poder. Pero él, en persona, sale ya del palacio.
(Entra Edipo en escena.)
EDIPO.- ¡Tú, ése! ¿Cómo has venido aquí? ¿Eres, acaso, persona de tanta osadía que has llegado a mi casa, a pesar de que es evidente que tú eres el asesino de este hombre y un usurpador manifiesto de mi soberanía? ¡Ea, dime, por los dioses! ¿Te decidiste a actuar así por haber visto en mí alguna cobardía o locura? ¿O pensabas que no descubriría que tu acción se deslizaba con engaño, o que no me defendería al averiguarlo? ¿No es tu intento una locura: buscar con ahínco la soberanía sin el apoyo del pueblo y de los amigos, cuando se obtiene con la ayuda de aquél y de las riquezas?
CREONTE.- ¿Sabes lo que vas a hacer? Opuestas a tus palabras, escúchame palabras semejantes y, después de conocerlas, juzga tú mismo.
EDIPO.- Tú eres diestro en el hablar y yo soy torpe para comprenderte, porque he descubierto que eres hostil y molesto para mí.
CREONTE.- En lo que a esto se refiere, óyeme primero cómo lo voy a contar.
EDIPO.- En lo que a esto se refiere, no me digas que no eres un malvado.
CREONTE.- Si crees que la presunción separada de la inteligencia es un bien, no razonas bien.
EDIPO.- Si crees que perjudicando a un pariente no sufrirás la pena, no razonas correctamente.
CREONTE.- De acuerdo contigo en que has dicho esto con toda razón. Pero infórmame qué perjuicio dices que has recibido.
EDIPO.- ¿Intentabas persuadirme, o no, de que era necesario que enviara a alguien a buscar al venerable adivino?
CREONTE.- Y soy aún el mismo en lo que a ese consejo se refiere.
EDIPO.- ¿Cuánto tiempo hace ya desde que Layo...
CREONTE.- ¿Qué fue lo que hizo? No entiendo.
EDIPO.- ... sin que fuera visible, pereciera en un asesinato?
CREONTE.- Podrían contarse largos y antiguos años.
EDIPO.- ¿Ejercía entonces su arte ese adivino?
CREONTE.- Sí, tan sabiamente como antes y honrado por igual.
EDIPO.- ¿Hizo mención de mí para algo en aquel tiempo?
CREONTE.- No, ciertamente, al menos cuando yo estaba presente.
EDIPO.- Pero, ¿no hicieron investigaciones acerca del muerto?
CREONTE.- Las hicimos, ¿cómo no? Y no conseguimos nada.
EDIPO.- ¿Y cómo, pues, ese sabio no dijo entonces estas cosas?
CREONTE.- No lo sé. De lo que no comprendo, prefiero guardar silencio.
EDIPO.- Sólo lo que sabes podrías decirlo con total conocimiento.
CREONTE.- ¿Qué es ello? Si lo sé, no lo negaré.
EDIPO.- Que, si no hubiera estado concertado contigo, no hubiera hablado de la muerte de Layo a mis manos.
CREONTE.- Si esto dice, tú lo sabes. Yo considero justo informarme de ti, lo mismo que ahora tú lo has hecho de mí.
EDIPO.- Haz averiguaciones. No seré hallado culpable de asesinato.
CREONTE.- ¿Y qué? ¿Estás casado con mi hermana?
EDIPO.- No es posible negar la pregunta que me haces.
CREONTE.- ¿Gobiernas el país administrándolo con igual poder que ella?
EDIPO.- Lo que desea, todo lo obtiene de mí.
CREONTE.- ¿Y no es cierto que, en tercer lugar, yo me igualo a ustedes dos?
EDIPO.- Por eso, precisamente, resultas ser un mal amigo.
CREONTE.- No si me das la palabra como yo a ti mismo. Considera primeramente esto: si crees que alguien preferiría gobernar entre temores a dormir tranquilo, teniendo el mismo poder. Por lo que a mí respecta, no tengo más deseo de ser rey que de actuar como si lo fuera, ni ninguna otra persona que sepa razonar. En efecto, ahora lo obtengo de ti todo sin temor, pero, si fuera yo mismo el que gobernara, haría muchas cosas también contra mi voluntad. ¿Cómo, pues, iba a ser para mí más grato el poder absoluto, que un mando y un dominio exentos de sufrimientos? Aún no estoy tan mal aconsejado como para desear otras cosas que no sean los honores acompañados de provecho. Actualmente, todos me saludan y me acogen con cariño. Los que ahora tienen necesidad de ti me halagan, pues en esto está, para ellos, el obtener todo. ¿Cómo iba yo, pues, a pretender aquello desprendiéndome de esto? Una mente que razona bien no puede volverse torpe. No soy, por tanto, amigo de esta idea ni soportaría nunca la compañía de quien lo hiciera. Y, como prueba de esto, ve a Delfos y entérate si te he anunciado fielmente la respuesta del oráculo. Y otra cosa: si me sorprendes habiendo tramado algo en común con el adivino, tras hacerlo, no me condenes a muerte por un solo voto, sino por dos, por el tuyo y el mío; pero no me inculpes por tu cuenta a causa de una suposición no probada. No es justo considerar, sin fundamento, a los malvados honrados ni a los honrados malvados. Afirmo que es igual rechazar a un buen amigo que a la propia vida, a la que se estima sobre todas las cosas. Con el tiempo, podrás conocer que esto es cierto, ya que sólo el tiempo muestra al hombre justo, mientras que podrías conocer al perverso en un solo día.
CORIFEO.- Bien habló él, señor, para quien sea cauto en errar. Pues los que se precipitan no son seguros para dar una opinión.
EDIPO.- Cuando el que conspira a escondidas avanza con rapidez, preciso es que también yo mismo planee con la misma rapidez. Si espero sin moverme, los proyectos de éste se convertirán en hechos y los míos, en frustraciones.
CREONTE.- ¿Qué pretendes, entonces? ¿Acaso arrojarme fuera del país?
EDIPO.- En modo alguno. Que mueras quiero, no que huyas.
CREONTE.- Cuando expliques cuál es la clase de aborrecimiento...
EDIPO.- ¿Quieres decir que no me obedecerás ni me darás crédito?
CREONTE.- ...pues veo que tú no razonas con cordura.
EDIPO.- Sí, al menos, en lo que me afecta.
CREONTE.- Pero es preciso que lo hagas también en lo mío.
EDIPO.- Tú eres un malvado.
CREONTE.- ¿Y si es que tú no comprendes nada?
EDIPO.- Hay que obedecer, a pesar de ello.
CREONTE.- No al que ejerce mal el poder.
EDIPO.- ¡Oh ciudad, ciudad!
CREONTE.- También a mí me interesa la ciudad, no sólo a ti.
CORIFEO.- Cesen, príncipes. Veo que, a tiempo para ustedes, sale de palacio Yocasta, con la que deben dirimir la disputa que están sosteniendo.
(Yocasta sale de palacio.)
YOCASTA.- ¿Por qué, oh desdichados, originaron esta irreflexiva discusión? ¿No les da vergüenza ventilar cuestiones particulares estando como está sufriendo la ciudad? ¿No irás tú a palacio y tú, Creonte, a tu casa sin transformar un disgusto que no es nada en algo importante?
CREONTE.- Hermana, Edipo, tu esposo, pretende llevar a cabo decisiones terribles respecto a mí, habiendo elegido entre dos calamidades: o desterrarme de la patria o, tras hacerme prisionero, matarme.
EDIPO.- Asiento. Pues lo he sorprendido, mujer, tramando contra mi persona con mañas ruines.
CREONTE.- ¡Que no sea feliz, sino que perezca maldito, si he realizado contra ti algo de lo que me imputas!
YOCASTA.- ¡Por los dioses!, Edipo, da crédito a esto, sobre todo si sientes respeto ante un juramento en nombre de los dioses y, después, también por respeto a mí y a los que están ante ti.
ESTROFA 1ª
CORO.- Obedece de grado y por prudencia, señor, te lo suplico.
EDIPO.- ¿En qué quieres que ceda?
CORO.- En respetar al que nunca antes fue necio y ahora es fuerte en virtud del juramento.
EDIPO.- ¿Sabes lo que pides?
CORIFEO.- Lo sé.
EDIPO.- Explícame qué dices.
CORO.- Que, por un rumor poco probado, nunca lances una acusación de deshonor a un pariente obligado por su propio juramento.
EDIPO.- Entérate bien ahora: cuando esto pretendes, me estás buscando la ruina o mi destierro de este país.
ESTROFA 2ª
CORO.- No, ¡por el dios primero entre todos los dioses el Sol! ¡Qué muera sin dios, sin amigos, de la peor manera, si tengo semejante pensamiento! Pero esta tierra que se consume aflige mi ánimo, desventurado, si los males que les atañen a ustedes dos se unen a los que ya había.
EDIPO.- ¡Que se vaya éste, aun cuando deba yo morir irremediablemente o ser expulsado por la fuerza, deshonrado, de esta tierra! Ante tus palabras dignas de lástima me apiado, que no ante las de éste. Él, en donde se encuentre, será objeto de mi aborrecimiento.
CREONTE.- Es evidente que lleno de odio cedes, y estarás molesto cuando termines de estar airado. Las naturalezas como la tuya son, con motivo, las que más se duelen de soportarse a sí mismas.
EDIPO.- ¿No me dejarás tranquilo y te irás fuera?
CREONTE.- Me voy sin que me hayas entendido, pero para éstos soy el mismo.
(Se aleja.)
ANTÍSTROFA 1ª
CORO.- Mujer, ¿qué estás esperando para llevarlo a palacio?
YOCASTA.- Conocer qué es lo que ocurre.
CORO.- Una oscura sospecha surgió de unas palabras, pero también me desgarra lo que puede ser injusto.
YOCASTA.- ¿Del uno y del otro?
CORIFEO.- Sí.
YOCASTA.- ¿Y cuál fue el motivo?
CORO.- Basta, me parece que es suficiente, estando atormentado el país. Que se quede el asunto allí donde cesó.
EDIPO.- Date cuenta dónde has llegado, aun siendo hombre honesto en tu intención, haciendo caso omiso y embotando mi corazón.
ANTÍSTROFA 2ª.
CORO.- ¡Oh señor, no te lo he dicho sólo una vez: sabe que habría de mostrarme insensato, falto de razonable juicio, si te abandonara. Tú, que dirigiste con justicia el rumbo de mi querido país, cuando estaba sacudido entre desgracias, llegarás a ser también ahora un buen guía, si puedes.
YOCASTA.- ¡En nombre de los dioses! Dime también a mí, señor, por qué asunto has concebido semejante enojo.
EDIPO.- Hablaré. Pues a ti, mujer, te venero más que a éstos. Es a causa de Creonte y de la clase de conspiración que ha tramado contra mí.
YOCASTA.- Habla, si es que lo vas a hacer para denunciar claramente el motivo de la querella.
EDIPO.- Dice que yo soy el asesino de Layo.
YOCASTA.- ¿Lo conoce por sí mismo o por haberlo oído decir a otro?
EDIPO.- Ha hecho venir a un desvergonzado adivino, ya que su boca, por lo que a él en persona concierne, está completamente libre.
YOCASTA.- Tú, ahora, liberándote a ti mismo de lo que dices, escúchame y aprende que nadie que sea mortal tiene parte en el arte adivinatoria. La prueba de esto te la mostraré en pocas palabras. Una vez le llegó a Layo un oráculo -no diré que del propio Febo, sino de sus servidores- que decía que tendría el destino de morir a manos del hijo que naciera de mí y de él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor, unos bandoleros extranjeros lo mataron en una encrucijada de tres caminos. Por otra parte, no habían pasado tres días desde el nacimiento del niño cuando Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, le arrojó, por la acción de otros, a un monte infranqueable. Por tanto, Apolo ni cumplió el que éste llegara a ser asesino de su padre ni que Layo sufriera a manos de su hijo la desgracia que él temía. Afirmo que los oráculos habían declarado tales cosas. Por ello, tú para nada te preocupes, pues aquello en lo que el dios descubre alguna utilidad, él en persona lo da a conocer sin rodeos.
EDIPO.- Al acabar de escucharte, mujer, ¡qué delirio se ha apoderado de mi alma y qué agitación de mis sentidos!
CREONTE.- ¿A qué preocupación te refieres que te ha hecho volverte sobre tus pasos?
EDIPO.- Me pareció oírte que Layo había sido muerto en una encrucijada de tres caminos.
YOCASTA.- Se dijo así y aún no se ha dejado de decir.
EDIPO.- ¿Y dónde se encuentra el lugar ese en donde ocurrió la desgracia?
YOCASTA.- Fócide es llamada la región, y la encrucijada hace confluir los caminos de Delfos y de Daulia.
EDIPO.- ¿Qué tiempo ha transcurrido desde estos acontecimientos?
YOCASTA.- Poco antes de que tú aparecieras con el gobierno de este país, se anunció eso a la ciudad.
EDIPO.- ¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para conmigo?
YOCASTA.- ¿Qué es lo que te desazona, Edipo?
EDIPO.- Todavía no me interrogues. Y dime, ¿qué aspecto tenía Layo y de qué edad era?
YOCASTA.- Era fuerte, con los cabellos desde hacía poco encanecidos, y su figura no era muy diferente de la tuya.
EDIPO.- ¡Ay de mí, infortunado! Me parece que acabo de precipitarme a mí mismo, sin saberlo, en terribles maldiciones.
YOCASTA.- ¿Cómo dices? No me atrevo a dirigirte la mirada, señor.
EDIPO.- Me pregunto, con tremenda angustia, si el adivino no estaba en lo cierto, y me lo demostrarás mejor, si aún me revelas una cosa.
YOCASTA.- En verdad que siento temor, pero a lo que me preguntes, si lo sé, contestaré.
EDIPO.- ¿Iba de incógnito, o con una escolta numerosa cual corresponde a un rey?
YOCASTA.- Eran cinco en total. Entre ellos había un heraldo. Sólo un carro conducía a Layo.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Esto ya está claro. ¿Quién fue el que entonces les anunció las nuevas, mujer?
YOCASTA.- Un servidor que llegó tras haberse salvado sólo él.
EDIPO.- ¿Por casualidad se encuentra ahora en palacio?
YOCASTA.- No, por cierto. Cuando llegó de allí y vio que tú regentabas el poder y que Layo estaba muerto, me suplicó, encarecidamente, cogiéndome la mano, que lo enviara a los campos y al pastoreo de rebaños para estar lo más alejado posible de la ciudad. Yo lo envié, porque, en su calidad de esclavo, era digno de obtener este reconocimiento y aún mayor.
EDIPO.- ¿Cómo podría llegar junto a nosotros con rapidez?
YOCASTA.- Es posible. Pero ¿por qué lo deseas?
EDIPO.- Temo por mí mismo, oh mujer, haber dicho demasiadas cosas. Por ello, quiero verlo.
YOCASTA.- Está bien, vendrá, pero también yo merezco saber lo que te causa desasosiego, señor.
EDIPO.- Y no serás privada, después de haber llegado yo a tal punto de zozobra. Pues, ¿a quién mejor que a ti podría yo hablar, cuando paso por semejante trance?
Mi padre era Pólibo, corintio, y mi madre Mérope, doria. Era considerado yo como el más importante de los ciudadanos de allí hasta que me sobrevino el siguiente suceso, digno de admirar, pero, sin embargo, no proporcionado al ardor que puse en ello. He aquí que en un banquete, un hombre saturado de bebida, refiriéndose a mí, dice, en plena embriaguez, que yo era un falso hijo de mi padre. Yo, disgustado, a duras penas me pude contener a lo largo del día, pero, al siguiente, fui junto a mi padre y mi madre y les pregunté. Ellos llevaron a mal la injuria de aquel que había dejado escapar estas palabras. Yo me alegré con su reacción; no obstante, eso me atormentaba sin cesar, pues me había calado hondo.
Sin que mis padres lo supieran, me dirigí a Delfos, y Febo me despidió sin atenderme en aquello por lo que llegué, sino que se manifestó anunciándome, infortunado de mí, terribles y desgraciadas calamidades: que estaba fijado que yo tendría que unirme a mi madre y que traería al mundo una descendencia insoportable de ver para los hombres y que yo sería asesino del padre que me había engendrado.
Después de oír esto, calculando a partir de allí la posición de la región corintia por las estrellas, iba, huyendo de ella, adonde nunca viera cumplirse las atrocidades de mis funestos oráculos.
En mi caminar llego a ese lugar en donde tú afirmas que murió el rey. Y a ti, mujer, te revelaré la verdad. Cuando en mi viaje estaba cerca de ese triple camino, un heraldo y un hombre, cual tú describes, montado sobre un carro tirado por potros, me salieron al encuentro. El conductor y el mismo anciano me arrojaron violentamente fuera del camino. Yo, al que me había apartado, al conductor del carro, lo golpeé movido por la cólera. Cuando el anciano ve desde el carro que me aproximo, apuntándome en medio de la cabeza, me golpea con la pica de doble punta. Y él no pagó por igual, sino que, inmediatamente, fue golpeado con el bastón por esta mano y, al punto, cae redondo de espaldas desde el carro. Maté a todos.
Si alguna conexión hay entre Layo y este extranjero, ¿quién hay en este momento más infortunado que yo? ¿Qué hombre podría llegar a ser más odiado por los dioses, cuando no le es posible a ningún extranjero ni ciudadano recibirlo en su casa ni dirigirle la palabra y hay que arrojarlo de los hogares? Y nadie, sino yo, es quien ha lanzado sobre mí mismo tales maldiciones. Mancillo el lecho del muerto con mis manos, precisamente con las que lo maté. ¿No soy yo, en verdad, un canalla? ¿No soy un completo impuro? Si debo salir desterrado, no me es posible en mi destierro ver a los míos ni pisar mi patria, a no ser que me vea forzado a unirme en matrimonio con mi madre y a matar a Pólibo, que me crió y engendró. ¿Acaso no sería cierto el razonamiento de quien lo juzgue como venido sobre mí de una cruel divinidad? ¡No, por cierto, oh sagrada majestad de los dioses, que no vea yo este día, sino que desaparezca de entre los mortales antes que ver que semejante deshonor impregnado de desgracia llega sobre mí!
CORIFEO. A nosotros, oh rey, nos parece esto motivo de temor, pero mientras no lo conozcas del todo por boca del que estaba presente, ten esperanza.
EDIPO.- En verdad, ésta es la única esperanza que tengo: aguardar al pastor.
YOCASTA.- Y cuando él haya aparecido, ¿qué esperas que suceda?
EDIPO.- Yo te lo diré. Si descubrimos que dice lo mismo que tú, yo podría ponerme a salvo de esta calamidad.
YOCASTA.- ¿Qué palabras especiales me has oído?
EDIPO.- Decías que él afirmó que unos ladrones lo habían matado. Si aún confirma el mismo número, yo no fui el asesino, pues no podría ser uno solo igual a muchos. Pero si dice que fue un hombre que viajaba en solitario, está claro: el delito me es imputable.
YOCASTA.- Ten por seguro que así se propagó la noticia, y no le es posible desmentirla de nuevo, puesto que la ciudad, no yo sola, lo oyó. Y si en algo se apartara del anterior relato, ni aun entonces mostrará que la muerte de Layo se cumplió debidamente, porque Loxias dijo expresamente que se llevaría a cabo por obra de un hijo mío. Sin embargo, aquél, infeliz, nunca lo pudo matar, sino que él mismo sucumbió antes. De modo que en materia de adivinación yo no podría dirigir la mirada ni a un lado ni a otro.
EDIPO.- Haces un sensato juicio. Pero, no obstante, envía a alguien para que haga venir al labriego y no lo descuides.
(Entran en palacio.)
CORO.
ESTROFA 1ª
¡Ojalá el destino me asistiera para cuidar de la venerable pureza de todas las palabras y acciones cuyas leyes son sublimes, nacidas en el celeste firmamento, de las que Olimpo es el único padre y ninguna naturaleza mortal de los hombres engendró ni nunca el olvido las hará reposar! Poderosa es la divinidad que en ellas hay y no envejece.
ANTÍSTROFA 1ª
La insolencia produce al tirano. La insolencia, si se harta en vano de muchas cosas que no son oportunas ni convenientes subiéndose a lo más alto, se precipita hacia un abismo de fatalidad donde no dispone de pie firme. Pido que la divinidad nunca haga cesar la emulación que es favorable para la ciudad. Al dios no cesaré de tener como protector.
ESTROFA 2ª
Si alguien se comporta orgullosamente en acciones o de palabra, sin sentir temor de la Justicia ni respeto ante las moradas de los dioses, ¡ojalá le alcance un funesto destino por causa de su infortunada arrogancia! Y si no saca con justicia provecho y no se aleja de los actos impíos, o toca cosas que son intocables en una insensata acción, ¿qué hombre, en tales circunstancias, se jactará aún de rechazar de su alma las flechas de los dioses? Si las acciones de este tipo son dignas de horrores, ¿por qué debo yo participar en los coros?
ANTÍSTROFA 2ª
Ya no iré honrando a la divinidad al sagrado centro de la tierra, ni al templo de Abas ni a Olimpia, si estos oráculos no se cumplen como para que sean señalados por todos los hombres. Pero, ¡oh Zeus poderoso!, si con razón eres así llamado, que riges todo, no te pase esto inadvertido ni tampoco a tu poder siempre inmortal. Se diluyen los antiguos oráculos acerca de Layo, extinguiéndose, y Apolo no se manifiesta, en modo alguno, con honores, y los asuntos divinos se pierden.
(Yocasta sale de palacio acompañada de servidoras.)
YOCASTA.- Señores de la región, se me ha ocurrido la idea de acercarme a los templos de los dioses con estas coronas y ofrendas de incienso en las manos. Porque Edipo tiene demasiado en vilo su corazón con aflicciones de todo tipo y no conjetura, cual un hombre razonable, lo nuevo por lo de antaño, sino que está pendiente del que habla si anuncia motivos de temor. Y ya que no consigo nada con mis consejos, me llego ante ti, oh Apolo Liceo -pues eres el más cercano-, cual suplicante, con estos signos de rogativas para que nos proporciones alguna liberación purificadora, puesto que ahora todos sentimos ansiedad, al ver asustado a aquel que es como el piloto de la nave.
(Entra en escena un mensajero.)
MENSAJERO.- ¿Podrían informarme, oh extranjeros, dónde se halla el palacio del rey Edipo?
CORIFEO.- Ésta es su morada y él mismo está dentro, extranjero. Esta mujer es la madre de sus hijos.
MENSAJERO.- ¡Que llegues a ser siempre feliz, rodeada de gente dichosa, tú que eres esposa legítima de aquél!
YOCASTA.- De igual modo lo seas tú, oh extranjero, pues lo mereces por tus favorables palabras. Pero dime con qué intención has llegado y qué quieres anunciar.
MENSAJERO.- Buenas nuevas para tu casa y para tu esposo, mujer.
YOCASTA.- ¿Cuáles son? ¿De parte de quién vienes?
MENSAJERO.- De Corinto. Ojalá te complazca -¿cómo no?- la noticia que te daré a continuación, aunque tal vez te duelas.
YOCASTA.- ¿Qué es? ¿Cómo puede tener ese doble efecto?
MENSAJERO.- Los habitantes de la región del Istmo lo van a designar rey, según se ha dicho allí.
YOCASTA.- ¿Por qué? ¿No está ya el anciano Pólibo en el poder?
MENSAJERO.- No, ya que la muerte lo tiene en su tumba.
YOCASTA.- ¿Cómo dices? ¿Ha muerto el padre de Edipo?
MENSAJERO.- Que sea merecedor de muerte, si no digo la verdad.
YOCASTA.- Sirvienta, ¿no irás rápidamente a decirle esto al amo? ¡Oh oráculos de los dioses! ¿Dónde están? Edipo huyó hace tiempo por el temor de matar a este hombre y, ahora, él ha muerto por el azar y no a manos de aquél.
(Sale Edipo de palacio.)
EDIPO.- ¡Oh Yocasta, muy querida mujer! ¿Por qué me has mandado venir aquí desde palacio?
YOCASTA.- Escucha a este hombre y observa, al oírle, en qué han quedado los respetables oráculos del dios.
EDIPO.- ¿Quién es éste y qué me tiene que comunicar?
YOCASTA.- Viene de Corinto para anunciar que tu padre, Pólibo, no está ya vivo, sino que ha muerto.
EDIPO.- ¿Qué dices, extranjero? Anúnciamelo tú mismo.
MENSAJERO.- Si es preciso que yo te lo anuncie claramente en primer lugar, entérate bien de que aquél ha muerto.
EDIPO.- ¿Acaso por una emboscada, o como resultado de una enfermedad?
MENSAJERO.- Un pequeño quebranto rinde los cuerpos ancianos.
EDIPO.- A causa de enfermedad murió el desdichado, a lo que parece.
MENSAJERO.- Y por haber vivido largos años.
EDIPO.- ¡Ah, ah! ¿Por qué, oh mujer, habría uno de tener en cuenta el altar vaticinador de Pitón o los pájaros que claman en el cielo, según cuyos indicios tenía yo que dar muerte a mi propio padre? Pero él, habiendo muerto, está oculto bajo tierra y yo estoy aquí, sin haberlo tocado con arma alguna, a no ser que se haya consumido por nostalgia de mí. De esta manera habría muerto por mi intervención. En cualquier caso, Pólibo yace en el Hades y se ha llevado consigo los oráculos presentes, que no tienen ya ningún valor.
YOCASTA.- ¿No te lo decía yo desde antes?
EDIPO.- Lo decías, pero yo me dejaba guiar por el miedo.
YOCASTA.- Ahora no tomes en consideración ya ninguno de ellos.
EDIPO.- ¿Y cómo no voy a temer al lecho de mi madre?
YOCASTA.- Y ¿qué podría temer un hombre para quien los imperativos de la fortuna son los que lo pueden dominar, y no existe previsión clara de nada? Lo más seguro es vivir al azar, según cada uno pueda. Tú no sientas temor ante el matrimonio con tu madre, pues muchos son los mortales que antes se unieron también a su madre en sueños. Aquel para quien esto nada supone más fácilmente lleva su vida.
EDIPO.- Con razón hubieras dicho todo eso, si no estuviera viva mi madre. Pero como lo está, no tengo más remedio que temer, aunque tengas razón.
YOCASTA.- Gran ayuda suponen los funerales de tu padre.
EDIPO.- Grande, lo reconozco. Pero siento temor por la que vive.
MENSAJERO.- ¿Cuál es la mujer por la que temen?
EDIPO.- Por Mérope, anciano, con la que vivía Pólibo.
MENSAJERO.- ¿Qué hay en ella que los induzca al temor?
EDIPO.- Un oráculo terrible de origen divino, extranjero.
MENSAJERO.- ¿Lo puedes aclarar, o no es lícito que otro lo sepa?
EDIPO.- Sí, por cierto. Loxias afirmó, hace tiempo, que yo había de unirme con mi propia madre y coger en mis manos la sangre de mi padre. Por este motivo habito desde hace años muy lejos de Corinto, feliz, pero, sin embargo, es muy grato ver el semblante de los padres.
MENSAJERO.- ¿Acaso por temor a estas cosas estabas desterrado de allí?
EDIPO.- Por el deseo de no ser asesino de mi padre, anciano.
MENSAJERO.- ¿Por qué, pues, no te he liberado yo de este recelo, señor, ya que bien dispuesto llegué?
EDIPO.- En ese caso recibirías de mí digno agradecimiento.
MENSAJERO.- Por esto he venido sobre todo, para que en algo obtenga un beneficio cuando tú regreses a palacio.
EDIPO.- Pero jamás iré con los que me engendraron.
MENSAJERO.- ¡Oh hijo, es bien evidente que no sabes lo que haces...
EDIPO.- ¿Cómo, oh anciano? Acláramelo, por los dioses.
MENSAJERO.- ...si por esta causa rehúyes volver a casa!
EDIPO.- Temeroso de que Febo me resulte veraz.
MENSAJERO.- ¿Es que temes cometer una infamia para con tus progenitores?
EDIPO.- Eso mismo, anciano. Ello me asusta constantemente.
MENSAJERO.- ¿No sabes que, con razón, nada debes temer?
EDIPO.- ¿Cómo no, si soy hijo de esos padres?
MENSAJERO.- Porque Pólibo nada tenía que ver con tu linaje.
EDIPO.- ¿Cómo dices? ¿Que no me engendró Pólibo?
MENSAJERO.- No más que el hombre aquí presente, sino igual.
EDIPO.- Y ¿cómo el que me engendró está en relación contigo que no me eres nada?
MENSAJERO.- No te engendramos ni aquél ni yo.
EDIPO.- Entonces, ¿en virtud de qué me llamaba hijo?
MENSAJERO.- Por haberte recibido como un regalo -entérate- de mis manos.
EDIPO.- Y ¿a pesar de haberme recibido así de otras manos, logró amarme tanto?
MENSAJERO.- La falta hasta entonces de hijos lo persuadió del todo.
Edipo.- Y tú, ¿me habías comprado o encontrado cuando me entregaste a él?
MENSAJERO.- Te encontré en los desfiladeros selvosos del Citerón.
EDIPO.- ¿Por qué recorrías esos lugares?
MENSAJERO.- Allí estaba al cuidado de pequeños rebaños montaraces.
EDIPO.- ¿Eras pastor y nómada a sueldo?
MENSAJERO.- Y así fui tu salvador en aquel momento.
EDIPO.- ¿Y de qué mal estaba aquejado cuando me tomaste en tus manos?
MENSAJERO.- Las articulaciones de tus pies te lo pueden testimoniar.
EDIPO.- ¡Ay de mí! ¿A qué antigua desgracia te refieres con esto?
MENSAJERO.- Yo te desaté, pues tenías perforados los tobillos.
EDIPO.- ¡Bello ultraje recibí de mis pañales!
MENSAJERO.- Hasta el punto de recibir el nombre que llevas por este suceso.
EDIPO.- ¡Oh, por los dioses! ¿De parte de mi madre o de mi padre lo recibí? Dímelo.
MENSAJERO.- No lo sé. El que te entregó a mí conoce esto mejor que yo.
EDIPO.- Entonces, ¿me recibiste de otro y no me encontraste por ti mismo?
MENSAJERO.- No, sino que otro pastor me hizo entrega de ti.
EDIPO.- ¿Quién es? ¿Sabes darme su nombre?
MENSAJERO.- Por lo visto era conocido como uno de los servidores de Layo.
EDIPO.- ¿Del rey que hubo, en otro tiempo, en esta tierra?
MENSAJERO.- Sí, de ese hombre era él pastor.
EDIPO.- ¿Está aún vivo ese tal como para poder verme?
MENSAJERO.- (Dirigiéndose al Coro.) Ustedes, los habitantes de aquí, podrían saberlo mejor.
EDIPO.- ¿Hay entre ustedes, los que me rodean, alguno que conozca al pastor a que se refiere, por haberlo visto, bien en los campos, bien aquí? Indíquenmelo, pues es el momento de descubrirlo de una vez por todas.
CORIFEO.- Creo que a ningún otro se refiere, sino al que tratabas de ver antes haciéndolo venir desde el campo. Pero aquí está Yocasta que podría decirlo mejor.
EDIPO.- Mujer, ¿conoces a aquel que hace poco deseábamos que se presentara? ¿Es a él a quien éste se refiere?
YOCASTA.- ¿Y qué nos va lo que dijo acerca de un cualquiera? No hagas ningún caso, no quieras recordar inútilmente lo que ha dicho.
EDIPO.- Sería imposible que con tales indicios no descubriera yo mi origen.
YOCASTA.- ¡No, por los dioses! Si en algo te preocupa tu propia vida, no lo investigues. Es bastante que yo esté angustiada.
EDIPO.- Tranquilízate, pues aunque yo resulte esclavo, hijo de madre esclava por tres generaciones, tú no aparecerás innoble.
YOCASTA.- No obstante, obedéceme, te lo suplico. No lo hagas.
EDIPO.- No podría obedecerte en dejar de averiguarlo con claridad.
YOCASTA.- Sabiendo bien qué es lo mejor para ti, hablo.
EDIPO.- Pues bien, lo mejor para mí me está importunando desde hace rato.
YOCASTA.- ¡Oh desventurado! ¡Que nunca llegues a saber quién eres!
EDIPO.- ¿Alguien me traerá aquí al pastor? Dejen a ésta que se complazca en su poderoso linaje.
YOCASTA.- ¡Ah, ah, desdichado, pues sólo eso te puedo llamar y ninguna otra cosa ya nunca en adelante!
(Yocasta, visiblemente alterada, entra al palacio.)
CORIFEO.- ¿Por qué se ha ido tu esposa, Edipo, tan precipitadamente bajo el peso de una profunda aflicción? Tengo miedo de que de este silencio estallen desgracias.
EDIPO.- Que estalle lo que quiera ella. Yo sigo queriendo conocer mi origen, aunque sea humilde. Esa, tal vez, se avergüence de mi linaje oscuro, pues tiene orgullosos pensamientos como mujer que es. Pero yo, que me tengo a mí mismo por hijo de la Fortuna, la que da con generosidad, no seré deshonrado, pues de una madre tal he nacido. Y los meses, mis hermanos, me hicieron insignificante y poderoso. Y si tengo este origen, no podría volverme luego otro, como para no llegar a conocer mi estirpe.
CORO
ESTROFA
Si yo soy adivino y conocedor de entendimiento, ¡por el Olimpo!, no quedarás, ¡oh Citerón!, sin saber que desde el plenilunio de mañana yo te ensalzaré como región de Edipo, al tiempo que nodriza y madre, y serás celebrado con coros por nosotros como quien se hace protector de mis reyes. ¡Oh Febo, que esto te sirva de satisfacción!
ANTÍSTROFA
¿Cuál a ti, hijo, cuál de las ninfas inmortales te engendró, acercándose al padre Pan que vaga por los montes? ¿O fue una amante de Loxias, pues a él le son queridas todas las agrestes planicies? El soberano de Cilene o el dios báquico que habita en lo más alto de los montes te recibió como un hallazgo de alguna de las ninfas del Helicón con las que juguetea la mayor parte del tiempo
(Entra el anciano pastor acompañado de dos esclavos.)
EDIPO.- Si he de hacer yo conjeturas, ancianos, creo estar viendo al pastor que desde hace rato buscamos, aunque nunca he tenido relación con él. Pues en su acusada edad coincide por completo con este hombre y, además, reconozco a los que lo conducen como servidores míos. Pero tú, tal vez, podrías superarme en conocimientos por haber visto antes al pastor.
CORIFEO.- Lo conozco, ten la certeza. Era un pastor de Layo, fiel cual ninguno.
EDIPO.- A ti te pregunto en primer lugar, al extranjero corintio: ¿es de ése de quien hablabas?
MENSAJERO.- De éste que contemplas.
EDIPO.- Eh, tú, anciano, acércate y, mirándome, contesta a cuanto te pregunte. ¿Perteneciste, en otro tiempo, al servicio de Layo?
SERVIDOR.- Sí, como esclavo no comprado, sino criado en la casa.
EDIPO.- ¿En qué clase de trabajo te ocupabas o en qué tipo de vida?
SERVIDOR.- La mayor parte de mi vida conduje rebaños.
EDIPO.- ¿En qué lugares habitabas sobre todo?
SERVIDOR.- Unas veces, en el Citerón; otras, en lugares colindantes.
EDIPO.- ¿Eres consciente de haber conocido allí a este hombre en alguna parte?
SERVIDOR.- ¿En qué se ocupaba? ¿A qué hombre te refieres?
EDIPO.- Al que está aquí presente. ¿Tuviste relación con él alguna vez?
SERVIDOR.- No como para poder responder rápidamente de memoria.
MENSAJERO.- No es nada extraño, señor. Pero yo refrescaré claramente la memoria del que no me reconoce. Estoy bien seguro de que se acuerda cuando, en el monte Citerón, él con doble rebaño y yo con uno, convivimos durante tres períodos enteros de seis meses, desde la primavera hasta Arturo. Ya en el invierno yo llevaba mis rebaños a los establos, y él, a los apriscos de Layo. ¿Cuento lo que ha sucedido o no?
SERVIDOR.- Dices la verdad, pero ha pasado un largo tiempo.
MENSAJERO.- ¡Ea! Dime, ahora, ¿recuerdas que entonces me diste un niño para que yo lo criara como un retoño mío?
SERVIDOR.- ¿Qué ocurre? ¿Por qué te informas de esta cuestión?
MENSAJERO.- Éste es, querido amigo, el que entonces era un niño.
SERVIDOR.- ¡Así te pierdas! ¿No callarás?
EDIPO.- ¡Ah! No lo reprendas, anciano, ya que son tus palabras, más que las de éste, las que requieren un reprensor.
SERVIDOR.- ¿En qué he fallado, oh el mejor de los amos?
EDIPO.- No hablando del niño por el que éste pide información.
SERVIDOR.- Habla, y no sabe nada, sino que se esfuerza en vano.
EDIPO.- Tú no hablarás por tu gusto, y tendrás que hacerlo llorando.
SERVIDOR.- ¡Por los dioses, no maltrates a un anciano como yo!
EDIPO.- ¿No le atará alguien las manos a la espalda cuanto antes?
SERVIDOR.- ¡Desdichado! ¿Por qué? ¿De qué más deseas enterarte?
EDIPO.- ¿Le entregaste al niño por el que pregunta?
SERVIDOR.- Lo hice y ¡ojalá hubiera muerto ese día!
EDIPO.- Pero a esto llegarás, si no dices lo que corresponde.
SERVIDOR.- Me pierdo mucho más aún si hablo.
EDIPO.- Este hombre, según parece, se dispone a dar rodeos.
SERVIDOR.- No, yo no, pues ya he dicho que se lo entregué.
EDIPO.- ¿De dónde lo habías tomado? ¿Era de tu familia o de algún otro?
SERVIDOR.- Mío no. Lo recibí de uno.
EDIPO.- ¿De cuál de estos ciudadanos y de qué casa?
SERVIDOR.- ¡No, por los dioses, no me preguntes más, mi señor!
EDIPO.- Estás muerto, si te lo tengo que preguntar de nuevo.
SERVIDOR.- Pues bien, era uno de los vástagos de la casa de Layo.
EDIPO.- ¿Un esclavo, o uno que pertenecía a su linaje?
SERVIDOR.- ¡Ay de mí! Estoy ante lo verdaderamente terrible de decir.
EDIPO.- Y yo de escuchar; pero, sin embargo, hay que oírlo.
Servidor.- Era tenido por hijo de aquél. Pero la que está dentro, tu mujer, es la que mejor podría decir cómo fue.
EDIPO.- ¿Ella te lo entregó?
SERVIDOR.- Sí, en efecto, señor.
EDIPO.- ¿Con qué fin?
SERVIDOR.- Para que lo matara.
EDIPO.- ¿Habiéndolo engendrado ella, desdichada?
SERVIDOR.- Por temor a funestos oráculos.
EDIPO.- ¿A cuáles?
SERVIDOR - Se decía que él mataría a sus padres.
EDIPO.- Y ¿cómo, en ese caso, tú lo entregaste a este anciano?
SERVIDOR.- Por compasión, oh señor, pensando que se lo llevaría a otra tierra de donde él era. Y éste lo salvó para los peores males. Pues si eres tú, en verdad, quien él asegura, sábete que has nacido con funesto destino.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora por última vez! ¡Yo que he resultado nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes no tenía que hacerlo!
(Entra en palacio.)
CORO
ESTROFA 1ª
¡Ah, descendencia de mortales! ¡Cómo considero que vives una vida igual a nada! Pues, ¿qué hombre, qué hombre logra más felicidad que la que necesita para parecerlo y, una vez que ha dado esa impresión, para declinar? Teniendo este destino tuyo, el tuyo como ejemplo, ¡oh infortunado Edipo!, nada de los mortales tengo por dichoso.
ANTÍSTROFA 1ª
Tú, que, tras disparar el arco con incomparable destreza, conseguiste una dicha por completo afortunada, ¡oh Zeus!, después de hacer perecer a la doncella de corvas garras cantora de enigmas, y te alzaste como un baluarte contra la muerte en mi tierra. Y, por ello, fuiste aclamado como mi rey y honrado con los mayores honores, mientras reinabas en la próspera Tebas.
ESTROFA 2ª
Y ahora, ¿de quién se puede oír decir que es más desgraciado? ¿Quién es el que vive entre violentas penas, quién entre padecimientos con su vida cambiada? ¡Ah noble Edipo, a quien le bastó el mismo espacioso puerto para arrojarse como hijo, padre y esposo! ¿Cómo, cómo pudieron los surcos paternos tolerarte en silencio, infortunado, durante tanto tiempo?
ANTÍSTROFA 2ª
Te sorprendió, a despecho tuyo, el tiempo que todo lo ve y condena una antigua boda que no es boda en donde se engendra y resulta engendrado. ¡Ah, hijo de Layo, ojalá, ojalá nunca te hubiera visto! Yo gimo derramando lúgubres lamentos de mi boca; pero, a decir verdad, yo tomé aliento gracias a ti y pude adormecer mis ojos.
(Sale un mensajero del palacio.)
MENSAJERO.- ¡Oh ustedes, honrados siempre, en grado sumo, en esta tierra! ¡Qué sucesos van a escuchar, qué cosas contemplarán y en cuánto aumentará la aflicción de ustedes, si es que aún, con fidelidad, se preocupan por la casa de los Labdácidas! Creo que ni el Istro ni el Fasis podrían lavar, para su purificación, cuanto oculta este techo y los infortunios que, enseguida, se mostrarán a la luz, queridos y no involuntarios. Y, de las amarguras, son especialmente penosas las que se demuestran buscadas voluntariamente.
CORIFEO.- Los hechos que conocíamos son ya muy lamentables. Además de aquéllos, ¿qué anuncias?
MENSAJERO.- Las palabras más rápidas de decir y de entender: ha muerto la divina Yocasta.
CORIFEO.- ¡Oh desventurada! ¿Por qué causa?
MENSAJERO.- Ella, por sí misma. De lo ocurrido falta lo más doloroso, al no ser posible su contemplación. Pero, sin embargo, en tanto yo pueda recordarlo te enterarás de los padecimientos de aquella infortunada. Cuando, dejándose llevar por la pasión atravesó el vestíbulo, se lanzó derechamente hacia la cámara nupcial mesándose los cabellos con ambas manos. Una vez que entró, echando por dentro los cerrojos de las puertas, llama a Layo, muerto ya desde hace tiempo, y le recuerda su antigua simiente, por cuyas manos él mismo iba a morir y a dejar a su madre como funesto medio de procreación para sus hijos. Deploraba el lecho donde, desdichada, había engendrado una doble descendencia: un esposo de un esposo y unos hijos de hijos.
Y, después de esto, ya no sé cómo murió; pues Edipo, dando gritos, se precipitó y, por él, no nos fue posible contemplar hasta el final el infortunio de aquélla; más bien dirigíamos la mirada hacia él mientras daba vueltas.
En efecto, iba y venía hasta nosotros pidiéndonos que le proporcionásemos una espada y que dónde se encontraba la esposa que no era esposa, seno materno en dos ocasiones, para él y para sus hijos.
Algún dios se lo mostró, a él que estaba fuera de sí, pues no fue ninguno de los hombres que estábamos cerca. Y gritando de horrible modo, como si alguien lo guiara, se lanzó contra las puertas dobles y, combándolas, abate desde los puntos de apoyo los cerrojos y se precipita en la habitación en la que contemplamos a la mujer colgada, suspendida del cuello por retorcidos lazos. Cuando él la ve, el infeliz, lanzando un espantoso alarido, afloja el nudo corredizo que la sostenía. Una vez que estuvo tendida, la infortunada, en tierra, fue terrible de ver lo que siguió: arrancó los dorados broches de su vestido con los que se adornaba y, alzándolos, se golpeó con ellos las cuencas de los ojos, al tiempo que decía cosas como éstas: que no lo verían a él, ni los males que había padecido, ni los horrores que había cometido, sino que estarían en la oscuridad el resto del tiempo para no ver a los que no debía y no conocer a los que deseaba.
Haciendo tales imprecaciones una y otra vez -que no una sola-, se iba golpeando los ojos con los broches. Las pupilas ensangrentadas teñían las mejillas y no destilaban gotas chorreantes de sangre, sino que todo se mojaba con una negra lluvia y granizada de sangre.
Esto estalló por culpa de los dos, no de uno sólo, pero las desgracias están mezcladas para el hombre y la mujer. Su legendaria felicidad anterior era entonces una felicidad en el verdadero sentido; pero ahora, en el momento presente, es llanto, infortunio, muerte, ignominia y, de todos los pesares que tienen nombre, ninguno falta.
CORIFEO.- ¿Y ahora se encuentra el desdichado en alguna tregua de su mal?
MENSAJERO.- Está gritando que se descorran los cerrojos y que muestren a todos los Cadmeos al homicida, al que de su madre... profiriendo expresiones impías, impronunciables para mí, como si se fuera a desterrar él mismo de esta tierra y a no permanecer más en el palacio, estando como está sujeto a la maldición que lanzó. Lo cierto es que requiere un soporte y un guía, pues la desgracia es mayor de lo que se puede tolerar. Te lo mostrará también a ti, pues se abren los cerrojos de las puertas. Pronto podrás ver un espectáculo tal, como para mover a compasión, incluso, al que lo odiara.
(Se abren las puertas del palacio y aparece Edipo con la cara ensangrentada, andando a tientas.)
CORO.
¡Oh sufrimiento terrible de contemplar para los hombres! ¡Oh el más espantoso de todos cuantos yo me he encontrado! ¿Qué locura te ha acometido, oh infeliz? ¿Qué deidad es la que ha saltado, con salto mayor que los más largos, sobre su desgraciado destino? ¡Ay, ay, desdichado! Pero ni contemplarte puedo, a pesar de que quisiera hacerte muchas preguntas, enterarme de muchas cosas y observarte mucho tiempo. ¡Tal horror me inspiras!
EDIPO.- ¡Ah, ah, desgraciado de mí! ¿A qué tierra seré arrastrado, infeliz? ¿Adónde se me irá volando, en un arrebato, mi voz? ¡Ay, destino! ¡Adónde te has marchado?
CORIFEO.- A un desastre terrible que ni puede escucharse ni contemplarse.
ESTROFA 1ª
EDIPO.- ¡Oh nube de mi oscuridad, que me aíslas, sobrevenida de indecible manera, inflexible e irremediable! ¡Ay, ay de mí de nuevo! ¡Cómo me penetran, al mismo tiempo, los pinchazos de estos aguijones y el recuerdo de mis males!
CORIFEO.- No tiene nada de extraño que en estos sufrimientos te lamentes y soportes males dobles.
ANTÍSTROFA 1ª
EDIPO.- ¡Oh amigo!, tú eres aún mi fiel servidor, pues todavía te encargas de cuidarme en mi ceguera. ¡Uy, uy!, No me pasas inadvertido, sino que, aunque estoy en tinieblas, reconozco, sin embargo, tu voz.
CORIFEO.- ¡Ah, tú que has cometido acciones horribles! ¿Cómo te atreviste a extinguir así tu vista?, ¿qué dios te impulsó?
ESTROFA 2ª
EDIPO.- Apolo era, Apolo, amigos, quien cumplió en mí estos tremendos, sí, tremendos, infortunios míos. Pero nadie los hirió con su mano sino yo, desventurado. Pues ¿qué me quedaba por ver a mí, a quien, aunque viera, nada me sería agradable de contemplar?
CORO.- Eso es exactamente como dices.
EDIPO.- ¿Qué es, pues, para mí digno de ver o de amar, o qué saludo es posible ya oír con agrado, amigos? Sáquenme fuera del país cuanto antes, saquen, oh amigos, al que es funesto en gran medida, al maldito sobre todas las cosas, al más odiado de los mortales incluso para los dioses.
CORIFEO.- ¡Desdichado por tu clarividencia, así como por tus sufrimientos! ¡Cómo hubiera deseado no haberte conocido nunca!
ANTÍSTROFA 2ª
EDIPO.- ¡Así perezca aquel, sea el que sea, que me tomó en los pastos, desatando los crueles grilletes de mis pies, me liberó de la muerte y me salvó, porque no hizo nada de agradecer! Si hubiera muerto entonces, no habría dado lugar a semejante penalidad para mí y los míos.
CORO.- Incluso para mí hubiera sido mejor.
EDIPO.- No hubiera llegado a ser asesino de mi padre, ni me habrían llamado los mortales esposo de la que nací. Ahora, en cambio, estoy desasistido de los dioses, soy hijo de impuros, tengo hijos comunes con aquella de la que yo mismo -¡desdichado!- nací. Y si hay un mal aún mayor que el mal, ése alcanzó a Edipo.
CORIFEO.- No veo el modo de decir que hayas tomado una buena decisión. Sería preferible que ya no existieras a vivir ciego.
EDIPO.- No intentes decirme que esto no está así hecho de la mejor manera, ni me hagas ya recomendaciones. No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera podido mirar a mi padre al llegar al Hades, ni tampoco a mi desventurada madre, porque para con ambos he cometido acciones que merecen algo peor que la horca. Pero, además, ¿acaso hubiera sido deseable para mí contemplar el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos como nacieron? No por cierto, al menos con mis ojos.
Ni la ciudad, ni el recinto amurallado, ni las sagradas imágenes de los dioses, de las que yo, desdichado -que fui quien vivió con más gloria en Tebas-, me privé a mí mismo cuando, en persona, proclamé que todos rechazaran al impío, al que por obra de los dioses resultó impuro y del linaje de Layo. Habiéndose mostrado que yo era semejante mancilla, ¿iba yo a mirar a éstos con ojos francos? De ningún modo. Por el contrario, si hubiera un medio de cerrar la fuente de audición de mis oídos, no hubiera vacilado en obstruir mi infortunado cuerpo para estar ciego y sordo. Que el pensamiento quede apartado de las desgracias es grato.
¡Ah, Citerón! ¿Por qué me acogiste? ¿Por qué no me diste muerte tan pronto como me recibiste, para que nunca hubiera mostrado a los hombres de dónde había nacido? ¡Oh Pólibo y Corinto y antigua casa paterna -sólo de nombre-, cómo me criaron con apariencia de belleza, pero corrompido de males por dentro! Ahora soy considerado un infame y nacido de infames.
¡Oh tres caminos y oculta cañada, encinar y desfiladero en la encrucijada, que bebieron, por obra de mis manos, la sangre de mi padre que es la mía! ¿Se acuerdan aún de mí? ¡Qué clase de acciones cometí ante la presencia de ustedes y, después, viniendo aquí, cuáles cometí de nuevo! ¡Oh matrimonio, matrimonio, me engendraste y, habiendo engendrado otra vez, hiciste brotar la misma simiente y diste a conocer a padres, hermanos, hijos, sangre de la misma familia, esposas, mujeres y madres y todos los hechos más abominables que suceden entre los hombres! Pero no se puede hablar de lo que no es noble hacer. Ocúltenme sin tardanza, ¡por los dioses!, en algún lugar fuera del país o mátenme o arrójenme al mar, donde nunca más me puedan ver. Vengan, dígnense tocar a este hombre desgraciado. Obedézcanme, no tengan miedo, ya que mis males ningún mortal, sino yo, puede arrostrarlos.
CORIFEO.- A propósito de lo que pides, aquí se presenta Creonte para tomar iniciativas o decisiones, ya que se ha quedado como único custodio del país en tu lugar.
EDIPO.- ¡Ay de mí! ¿Qué palabras le voy a dirigir? ¿Qué garantía justa de confianza podrá aparecer en mí? Pues de mi enfrentamiento anterior con él, en todo me descubro culpable.
(Entra Creonte.)
CREONTE.- No he venido a burlarme, Edipo, ni a echarte en cara ninguno de los ultrajes de antes. (Dirigiéndose al Coro.) Pero si no sienten respeto ya por la descendencia de los mortales, siéntanlo, al menos, por el resplandor del soberano Helios que todo lo nutre y no muestren así descubierta una mancilla tal, que ni la tierra ni la sagrada lluvia ni la luz acogerán. Antes bien, tan pronto como sea posible, métanlo en casa; porque lo más piadoso es que las deshonras familiares sólo las vean y escuchen los que forman la familia.
EDIPO.- ¡Por los dioses!, ya que me has liberado de mi presentimiento al haber llegado con el mejor ánimo junto a mí, que soy el peor de los hombres, óyeme, pues a ti te interesa, que no a mí, lo que voy a decir.
CREONTE.- ¿Y qué necesitas obtener para suplicármelo así?
EDIPO.- Arrójame enseguida de esta tierra, donde no pueda ser abordado por ninguno de los mortales.
CREONTE.- Hubiera hecho esto, sábelo bien, si no deseara, lo primero de todo, aprender del dios qué hay que hacer.
EDIPO.- Pero la respuesta de aquél quedó bien evidente: que yo perezca, el parricida, el impío.
CREONTE.- De este modo fue dicho; pero, sin embargo, en la necesidad en que nos encontramos es más conveniente saber qué debemos hacer.
EDIPO.- ¿Es que van a pedir información sobre un hombre tan miserable?
CREONTE.- Sí, y tú ahora sí que puedes creer en la divinidad.
EDIPO.- En ti también confío y te hago una petición: dispón tú, personalmente, el enterramiento que gustes de la que está en casa. Pues, con rectitud, cumplirás con los tuyos. En cuanto a mí, que esta ciudad paterna no consienta en tenerme como habitante mientras esté con vida, antes bien, déjame morar en los montes, en ese Citerón que es llamado mío, el que mi padre y mi madre, en vida, dispusieron que fuera legítima sepultura para mí, para que muera por obra de aquellos que tenían que haberme matado.
No obstante, sé tan sólo una cosa, que ni la enfermedad ni ninguna otra causa me destruirán. Porque no me hubiera salvado entonces de morir, a no ser para esta horrible desgracia. Pero que mi destino siga su curso, vaya donde vaya. Por mis hijos varones no te preocupes, Creonte, pues hombres son, de modo que, donde fuera que estén, no tendrán nunca falta de recursos. Pero a mis pobres y desgraciadas hijas, para las que nunca fue dispuesta mi mesa aparte de mí, sino que de cuanto yo gustaba, de todo ello participaban siempre, a éstas cuídamelas. Y, sobre todo, permíteme tocarlas con mis manos y deplorar mis desgracias. ¡Ea, oh Señor! ¡Ea, oh noble en tu linaje! Si las tocara con las manos, me parecería tenerlas a ellas como cuando veía. ¿Qué digo? (Hace ademán de escuchar.) ¿No estoy oyendo llorar a mis dos queridas hijas? ¿No será que Creonte por compasión ha hecho venir lo que me es más querido, mis dos hijas? ¿Tengo razón?
(Entran Antígona e Ismene conducidas por un siervo.)
CREONTE.- La tienes. Yo soy quien lo ha ordenado, porque imaginé la satisfacción que ahora sientes, que desde hace rato te obsesionaba.
EDIPO.- ¡Ojalá seas feliz y que, por esta acción, consigas una divinidad que te proteja mejor que a mí! ¡Oh hijas! ¿Dónde están? Vengan aquí, acérquense a estas fraternas manos mías que les han proporcionado ver de esta manera los ojos, antes luminosos, del padre que las engendró. Este padre, que se mostró como tal para ustedes sin conocer ni saber dónde había sido engendrado él mismo.
Lloro por ustedes dos -pues no puedo mirarlas-, cuando pienso qué amarga vida les queda y cómo será preciso que pasen sus vidas ante los hombres. ¿A qué reuniones de ciudadanos llegarán, a qué fiestas, de donde no vuelvan a casa bañadas en lágrimas, en lugar de gozar del festejo? Y cuando lleguen a la edad de las bodas, ¿quién será, quién, oh hijas, el que se expondrá a aceptar semejante oprobio, que resultará una ruina para ustedes dos como, igualmente, lo fue para mis padres? ¿Cuál de los crímenes está ausente? El padre de ustedes mató a su padre, fecundó a la madre en la que él mismo había sido engendrado y las tuvo a ustedes de la misma de la que él había nacido. Tales reproches soportarán. Según eso, ¿quién querrá desposarlas? No habrá nadie, oh hijas, sino que seguramente será preciso que se consuman estériles y sin bodas.
¡Oh hijo de Meneceo!, ya que sólo tú has quedado como padre para éstas -pues nosotros, que las engendramos, hemos sucumbido los dos-, no dejes que las que son de tu familia vaguen mendicantes sin esposos, no las iguales con mis desgracias. Antes bien, apiádate de ellas viéndolas a su edad así, privadas de todo excepto en lo que a ti se refiere. Prométemelo, ¡oh noble amigo!, tocándome con tu mano. Y a ustedes, ¡oh hijas!, si ya tuvieran capacidad de reflexión, les daría muchos consejos. Ahora, supliquen conmigo para que, donde les toque en suerte vivir, tengan una vida más feliz que la del padre que les dio el ser.
CREONTE.- Basta ya de gemir. Entra en palacio.
EDIPO.- Te obedeceré, aunque no me es agradable.
CREONTE.- Todo está bien en su momento oportuno.
EDIPO.- ¿Sabes bajo qué condiciones me iré?
CREONTE.- Me lo dirás y, al oírlas, me enteraré.
EDIPO.- Que me envíes desterrado del país.
CREONTE.- Me pides un don que incumbe a la divinidad.
EDIPO.- Pero yo he llegado a ser muy odiado por los dioses.
CREONTE.- Pronto, en tal caso, lo alcanzarás.
EDIPO.- ¿Lo aseguras?
CREONTE.- Lo que no pienso, no suelo decirlo en vano.
EDIPO.- Sácame ahora ya de aquí.
CREONTE.- Márchate y suelta a tus hijas.
EDIPO.- En modo alguno me las arrebates.
CREONTE.- No quieras vencer en todo, cuando, incluso aquello en lo que triunfaste, no te ha aprovechado en la vida.
(Entran todos en palacio.)
CORIFEO.- ¡Oh habitantes de mi patria, Tebas, miren: he aquí a Edipo, el que solucionó los famosos enigmas y fue hombre poderosísimo; aquel al que los ciudadanos miraban con envidia por su destino! ¡En qué cúmulo de terribles desgracias ha venido a parar! De modo que ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso.