ESPECIALIZACIÓN INFORMÁTICA EDUCATIVA

lunes, 25 de mayo de 2015

cronica periodistica grado 8

"El Perro Lobo", récord criminal
Una fatal inclinación al delito, perfeccionada por experiencias carcelarias, fue la de Santiago Ospina, un joven de prestante familia que tempranamente dejó conocer su desvío y su capacidad criminal.
Como tantos muchachos, por segunda vez perdió el quinto año de bachillerato y, con la aprobación de la familia, decidió no estudiar más. Como se había convertido en un vago, sus parientes le buscaron un empleo y entró a cumplir menesteres de mensajero en una respetable firma comercial. Un día su jefe lo mandó al banco para que hiciera una consignación. Era una suma para entonces cuantiosa. Algo más de quince mil pesos, representadas las dos terceras partes en dinero en efectivo y el resto en cheques. Santiago no regresó a la oficina, y por la noche tampoco llegó a su casa. Pocos días después la policía lo capturó en Cali, donde se había entregado a una gran vida. Traído a Bogotá, fue a dar a la cárcel Modelo, bajo la acusación de abuso de confianza, ilicitud que con esta denominación había denunciado la firma comercial perjudicada.
Como el delito de abuso de confianza es, o al menos era, desistible, si el denunciante recuperaba la pérdida, podía retirar la denuncia y el sindicado quedaba libre. La familia de Santiago, de recursos no muy cuantiosos, hizo lo que pudo para reunir la suma desfalcada y el caso quedó arreglado.
El joven delincuente, al regresar a su vida ordinaria, contaba con la experiencia carcelaria. No en vano se ha dicho que las cárceles son escuelas de delincuencia. Durante su breve prisión, que no pasó de un mes, el joven hizo amistad con dos sujetos que no le aventajaban mucho en edad pero que se contaban como veteranos en la violación de la ley penal. Al salir en libertad, los antiguos compañeros se comunicaron telefónicamente con Santiago y se reunieron con él. En estas charlas, que fueron sucesivas, se barajaron diversas iniciativas para hacerse a dinero.
Uno de los amigos de Santiago presentó un proyecto que fue acogido con entusiasmo. El proponente tenía amistad con Carlos J. Vargas, dueño de un almacén del centro de Bogotá, llamado "El Perro Lobo". Este comerciante era muy avaro y cauteloso, pero tenía un vicio que lo descontrolaba. Vargas era homosexual, y en este ejercicio fue como conoció al amigo de Santiago. Para cuidar su almacén por la noche, y al propio tiempo para jugar más libremente con sus aberraciones, Vargas tendía una cama detrás del mostrador y ahí pasaba la noche. Entre sus amigotes figuraba "Peluche", porque así llamaba, no se sabe por qué, el sujeto cuya ausencia tanto había extrañado, sin saber que estaba en la cárcel.
Ya hice referencia a la víctima escogida. Ahora me ocuparé de la ejecución del plan urdido por los tres jóvenes delincuentes.
Hacia las 9 y media de la noche, en el centro comercial bogotano de ese entonces, los transeúntes eran muy escasos. Poco más o menos a esa hora tocaron a la puerta de "El perro Lobo". Como el golpe era convenido entre Vargas y sus amiguitos, no tardó el comerciante en salir de su cama y preguntar antes de abrir la puerta:
-¿Quién toca a esta hora?
-Soy yo, "Peluche" -respondió uno de los tres jóvenes delincuentes, el que tenía "amistad" con el comerciante.
-Hola, "Peluchito" -exclamó Vargas-. Te me habías perdido. ¿Qué te habías hecho?
Y al decir estas últimas palabras, Vargas abrió una hoja de la puerta. En tropel penetraron los excarcelados, y uno de ellos le asestó un mazazo en la cabeza del desprevenido comerciante. Otro de los jóvenes delincuentes agarró a Vargas por el cuello con suficiente fuerza para estrangularlo. Cerraron la puerta y, validos de la luz que ya había encendido Vargas, esculcaron las gavetas y se apoderaron del dinero que encontraron. Al salir, ajustaron la puerta y emprendieron la retirada a paso rápido.
Dos días después, en vista de que Vargas no abría su almacén, los vecinos informaron a la policía que algo raro estaba pasando en "El Perro Lobo". Efectivamente, los representantes de la autoridad encontraron en el piso del local el cadáver del comerciante. El caso tuvo gran publicidad, pero quedó cubierto por el misterio, aunque no por mucho tiempo.
Los tres excarcelarios se repartieron el dinero, que no era mucho, y sucesivamente se reunieron para tramar un nuevo golpe.
En esta vez, la iniciativa correspondió a Ospina, quien confió a sus amigos un plan que ya había urdido. Muy poco tiempo antes, Ospina había acompañado a sus hermanas a pasar un fin de semana en el pintoresco pueblo cundinamarqués de La Vega, donde conoció aun señor Merino, comprador de café, que había llegado de Honda como solía hacerlo todos los fines de semana, durante la temporada de cosecha. -Ese hombre -dijo Ospina a sus compañeros- cuando va a comprar café lleva un montón de plata. ¿Qué tal sorprenderlo en el camino entre Faca y La Vega?
Al estudiar los pormenores del proyecto, pensaron en lo importante que sería disponer de un vehículo para llevar a cabo la delictuosa empresa. y Ospina dio la solución:
- Yo tengo un conocido, vendedor de carros usados. Es un tipo Soler Segura. Yo lo vi hace poco con un carro de muy buena marca y en muy buen estado. Por ese lado podemos conseguir un automóvil. Ya pensé cómo lo haremos.
Se presentó Ospina en la agencia donde trabajaba Soler Segura, y le dijo:
-Hace poco te vi en un Chevrolet verde. ¿Lo estás vendiendo? Porque yo te tengo un buen cliente para ya.
Como comprador, se presentó "Peluche", muy bien trajeado y aleccionado, y Soler Segura se prestó a darle al comprador potencial una demostración del mismo vehículo que ya había conocido fugazmente Ospina. Acordaron tomar la vía de Soacha, y Ospina ocupó uno de los puestos traseros.
-Un momento... -dijo uno de los malhechores, y Soler detuvo la marcha del Chevrolet.
En aquel mismo instante, Ospina le descerrajó un tiro de revólver en la nuca al infortunado vendedor. Lo mató instantáneamente, y con gran rapidez los criminales sacaron del carro el cadáver y lo arrojaron al margen de la carretera, muy cerca de la antigua estación ferroviaria de Bosa.
Por una vía secundaria que seguía la orilla oriental del aeropuerto de Techo llegaron a la troncal y tomaron rumbo a Facatativá.
Entre Facatativá y la quebrada de "El Vino" se les varó el automóvil, y decidieron esperar en ese lugar el paso del señor Merino. No contaban con que el cadáver de Soler segura fue encontrado e identificado muy pronto, y mediante comunicación telefónica de la policía con la agencia que la víctima del crimen representaba, se enteraron de que había salido en un automóvil Chevrolet, de determinadas placas, en demostración para su venta. Con admirable rapidez, la policía impartió órdenes a todos los pueblos próximos a Bogotá, y varias patrullas emprendieron por distintas vías la persecución. En Facatativá pudieron saber que un automóvil de las especificaciones del que estaba vendiendo el señor Soler había estado frente a una tienda en la salida de esta localidad, con tres jóvenes que siguieron su viaje por la vía ya mencionada. De esta manera, cuando se vararon y esperaban el paso del comprador de café, les cayó una patrulla de la policía y los capturó. Posteriormente se supo que el señor Merino, quien conducía su propio carro, se varó en las proximidades de Villeta, y el daño del vehículo fue tan grave que no insistió en el viaje a La Vega. Así, sin saberlo, se salvó del asalto que la peligrosa pandilla le había preparado.
La investigación del crimen no tuvo mayores tropiezos porque los tres delincuentes, aunque mañosamente, echaron por el camino de la confesión.
Las contradicciones en que incurrieron los sindicados dieron lugar a careos entre ellos, careos entre los cuales se formularon mutuas acusaciones. y fue así como vino a saberse que la misma pandilla había asesinado al señor Vargas, dueño del almacén "El Perro Lobo", caso que ya parecía haber quedado en la impunidad. Sobre los tres acusados recayó una pesada condena por homicidios agravados. Ospinafue juzgado y sentenciado en calidad de reo ausente, pues muy poco antes, durante una diligencia fuera de la cárcel, logró escaparse, y mucho tiempo pasó sin que se tuviera noticia de su paradero.
Personalmente, me correspondió comprobar que Ospina huyó al Ecuador, donde continuó su carrera delictiva. En efecto, en Quito entró en contacto con unidades del hampa y participó en el asalto a una joyería de la capital ecuatoriana, ocasión en la cual fue asesinado un celador nocturno. Pronto cayó preso y fue internado en el penal "García Moreno", construcción colonial habilitada como prisión y dotada de las mayores seguridades.
Sin embargo, Ospina logró fugarse del penal, que es el más tétrico entre cuantos yo haya conocido en mi ejercicio periodístico. Fue una fuga increíble. Ospina y tres compinches se aventuraron por una alcantarilla, y después de muchas penalidades lograron salir al campo de la libertad.
Con los compañeros de esta novelesca aventura el delincuente colombiano huyó a la ciudad de Ambato, Ecuador, donde a pleno día asaltaron un almacén de joyería y artículos de lujo. Capturada la pandilla fue a dar de nuevo al tenebroso penal quiteño.
Esta vez, Ospina fue "alojado" en una de las bóvedas de máxima seguridad. Una especie de cripta de gruesísimas paredes de piedra, cuyo arco frontal estaba formado por una reja de gruesos barrotes, asegurada con cerrojos pesadísimos y no operables desde el interior.
En charla con un periodista del diario El Comercio, de Quito, vinieron a cuento la disposición delictiva y la peligrosidad del colombiano Ospina. Me aconsejó el colega que lo visitara y aprovechara esa oportunidad para conocer la prisión, comparada con la cual las cárceles de nuestro país son hoteles de turismo. Me indicó el periodista quiteño que preguntara en la guardia por el director, cuyo nombre me dio, y que seguramente él me otorgaría el permiso.
Tal como se esperaba, el permiso me fue concedido, y recorrí varias dependencias del penal "García Moreno". Inclusive, con reja de por medio visité la bóveda donde pasaba solitario sus condenas el "compatriota", si así se puede decir. Era una bóveda penumbrosa y posiblemente húmeda. Le encontré alguna semejanza a las legendarias bóvedas del castillo de Bocachica. Ospina, aunque sorprendido por mi visita, me reconoció sin vacilaciones. Yo, francamente, no lo hubiera reconocido. Parecía muy despreocupado; estaba notoriamente flaco y tenía una barba rala, de quince días o poco más; había perdido varios de sus dientes, ya pesar de sus circunstancias, aún le quedaba ánimo para reír.
-Yo he aprendido algo de derecho -me dijo-, y estoy seguro de que tengo razón en lo que voy a pedirle: en Bogotá quedé debiendo algo de cárcel; más o menos lo mismo que debo aquí, pero con la diferencia de que lo de Bogotá fue anterior a las cosas del Ecuador. Estimo que lo natural y lo legal es que Colombia pida mi extradición. Quiero que usted, en su periódico, me le haga campaña a esta iniciativa.
Y rió, esta vez sonoramente y con un mayor brillo en los ojos. Detrás de sus palabras insinuantes me estaba diciendo a gritos: "De cualquier cárcel de Colombia me puedo fugar fácilmente. Pero de este maldito penal, dígame cómo".
El guardián que me escoltaba permaneció retirado a él algunos metros de distancia durante la visita. Con Ospina consumimos no menos de tres cigarrillos cada uno, y caritativamente acabé de prometerle que algo haría por él.
Esta entrevista se produjo en los primeros días de febrero de 1947, y desde entonces jamás he sabido de la suerte corrida por el delincuente, que por aquellos días tendría 25 años de edad. Le quedaba mucha vida para hacer diabluras. Es presumible que el joven delincuente de otros tiempos, sin que me pueda tachar de fatalista, debe haber muerto en alguna de sus peligrosas andanzas, o consumido por el rigor de la prisión.

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