I
Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me
hizo recordar su existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas
habían reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba
acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa
en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más altas, no
fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se
había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de
polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos
cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la decepcionante
realidad de la primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un
libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de
historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud de
arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y
otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las
mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa,
así como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio
de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida
de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que
de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con
la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me
buscas aquí como te lo divujo.
Y detrás
estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía
indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la
educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y
pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo
parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos
esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco
más jóvenes que yo, que bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo
de los grandes ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un
arzón milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de
correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era Amilamia
y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu
travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la
oreja con los vilanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los
labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó mi nombre y después de considerarlo
con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida,
tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había
encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre la
ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los niños bien
educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la
presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don
de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en
contraste, parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una
sucesión de imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no
deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como
en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar.
Debo recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo
lejos, un punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles,
hacia el prado llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de
sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde allá arriba.
Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y
los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos,
con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el
aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos,
fingiendo un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con
una flor entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde,
no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la
casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros azules
venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viéndome leer,
detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo con
los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía, como si
pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas. Amilamia
riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre
mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo
lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y
los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba
alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones
abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla
apoyada en el mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al
sol; tejiendo ramas de los árboles, dibujando animales en el lodo con una
vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida bajo el asiento,
quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando
fijamente el horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos
cerrados, imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos.
Todo para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo
esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el parque.
Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la
contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los
reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y sólo hoy
pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de apoyo para
mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el
mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.
Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de
mis libros, con las hembras -la palabra me trastornaba- que asumían el
disfraz de la Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones
mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos
y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así,
imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi compañía infantil a
una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de allí a un rechazo
impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía
catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su nostalgia,
sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza.
Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos
sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo en
la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para
seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos
rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella
caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis
labios, y sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce
alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer.
Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a
mi banca. Luego Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el
papel sin decir palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre
rasgar la tarjeta o guardarla en las páginas del libro. Las tardes
de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de
Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de
vacaciones y después regresé a los deberes del primer año de bachillerato.
Nunca la volví a ver.
II
Y ahora, casi rechazando la imagen que es
desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso
a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me
doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha
empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la
imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y muerto Strogoff y
Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardín
rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados,
adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me
obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde,
nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la
colina... ¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba
y subía durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos
juntos? Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi
memoria se empeñaba en darle.
Me buscas aquí como te lo divujo. Entonces habría que cruzar
el jardín, dejar atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación,
atravesar ese breve campo de avellanos -era aquí, seguramente, donde la
niña recogía los pétalos blancos-, abrir la reja rechinante del parque y
súbitamente recordar, saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que
todas aquellas tardes de la adolescencia, como por milagro, habían logrado
suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de
pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál
era el verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad febril? Espero el
cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo que
detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al cabo,
ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y sólo
pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los
catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora,
a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado
de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener, ligeramente
aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida
eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción central como las
que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle
de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden
monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura
descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del
conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá.
En las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un
organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me
detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre
esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones
floreados, colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus
extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos
blancos. Sonrío y por vez primera quiero imaginar a la señorita de
veintidós años que, si aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis
recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes pasadas en el jardín.
La casa es idéntica a las demás. El portón, dos
ventanas enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por
un falso barandal neoclásico que debe ocultar los menesteres de la azotea:
la ropa tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral.
Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusión.
Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince años en la misma
casa? Además, pese a su independencia y soledad prematuras, parecía una
niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los
padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos
inquilinos saben a dónde.
Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa
es otra contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la
necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será posible abrir un
libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia.
Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo importaba por su
sorpresa fugaz.
Vuelvo a tocar. Acerco la oreja al portón y me
siento sorprendido: una respiración ronca y entrecortada se deja escuchar
del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor desagradable a
tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del zaguán.
-Buenas tardes. ¿Podría decirme...?
Al escuchar mi voz, la persona se retira con
pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:
-¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No obtengo respuesta. Continúo tocando el
timbre, sin resultados. Me retiro del portón, sin alejar la mirada de las
mínimas rendijas, como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso
penetración. Con toda la atención fija en esa puerta condenada, atravieso
la calle caminando hacia atrás; un grito agudo me salva a tiempo, seguido
de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona
cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja por la calle
y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me
ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre helada a la piel
ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de Amilamia.
Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa tendida. No
sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese pequeño
delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que
se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.
III
En el Registro de la Propiedad me han dicho que
ese terreno está a nombre de un señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A
quién? Eso no lo saben. ¿Quién es Valdivia? Ha declarado ser comerciante.
¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha preguntado la señorita con una
curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no
me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me
ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por
las nubes bajas -y por ello más intenso- con el deseo de regresar al parque
sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si Amilamia vive en
esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar,
cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos durante
la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en cuya
bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña
de siete años que yo había conocido catorce o quince antes... Tendría una
hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que
quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos,
¿quién sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el
portón de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo del otro lado
de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendrá más
de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida de negro y con zapatos
de tacón bajo, sin maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca,
entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o pretexto de juventud y me
observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.
-¿Deseaba?
-Me envía el señor Valdivia. -Toso y me paso
una mano por el pelo. Debí recoger mi cartapacio en la oficina. Me doy
cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.
-¿Valdivia? -La mujer me interroga sin alarma;
sin interés.
-Sí. El dueño de la casa.
Una cosa es clara: la mujer no delatará nada en
el rostro. Me mira impávida.
-Ah sí. El dueño de la casa.
-¿Me permite?...
Creo que en las malas comedias el agente
viajero adelanta un pie para impedir que le cierren la puerta en las
narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un gesto de la mano me
invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay una puerta de
cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos
amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la
señora que me sigue con paso menudo:
-¿Por aquí?
La señora asiente y por primera vez observo que
entre sus manos blancas lleva una camándula con la que juguetea sin cesar.
No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y quiero
comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la
puerta me impide la conversación gratuita. Entramos a un aposento largo y
estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la estancia
sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los macetones
de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo sofá de alto
respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles
o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a tomar asiento
en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.
A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista
abierta.
-El señor Valdivia se excusa de no haber venido
personalmente.
La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo
esa revista de cartones cómicos.
-La manda saludar y...
Me detengo, esperando una reacción de la mujer.
Ella continúa meciéndose. La revista está garabateada con un lápiz rojo.
-...y me pide informarle que piensa molestarla
durante unos cuantos días...
Mis ojos buscan rápidamente.
-...Debe hacerse un nuevo avalúo de la casa
para el catastro. Parece que no se hace desde... ¿Ustedes llevan viviendo
aquí...?
Sí; ese lápiz labial romo está tirado debajo
del asiento. Y si la señora sonríe lo hace con las manos lentas que
acarician la camándula: allí siento, por un instante, una burla veloz que
no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me contesta.
-...¿por lo menos quince años, no es cierto...?
No afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y
delgados no hay la menor señal de pintura...
-...¿usted, su marido y...?
Me mira fijamente, sin variar de expresión,
casi retándome a que continúe. Permanecemos un instante en silencio, ella
jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las manos
sobre las rodillas. Me levanto.
-Entonces, regresaré esta misma tarde con mis
papeles...
La señora asiente mientras, en silencio, recoge
el lápiz labial, toma la revista de caricaturas y los esconde entre los
pliegues del chal.
IV
La escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras
yo apunto cifras imaginarias en un cuaderno y finjo interés en establecer
la calidad de las tablas opacas del piso y la extensión de la estancia, la
señora se mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del
rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido
que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando
los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el
chal a las espaldas estrechas y huesudas.
Abre la puerta de vidrio opaco y entramos a un
comedor apenas más amueblado. Pero la mesa con patas de tubo, acompañada de
cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni siquiera poseen el barrunto de
distinción de los muebles de la sala. La otra ventana enrejada, con los
batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos este comedor de
paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo hay un frutero
de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una corona
zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro
inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es
evidente que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que
deseo saber.
-¿No podríamos subir a la azotea? -pregunto-.
Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.
La señora me mira con un destello fino y
contrastado, quizás, con la penumbra del comedor.
-¿Para qué? -dice, por fin-. La extensión la
sabe bien el señor... Valdivia...
Y esas pausas, una antes y otra después del
nombre del propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo,
turba a la señora y la obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironía.
-No sé -hago un esfuerzo por sonreír-. Quizás
prefiero ir de arriba hacia abajo y no... -mi falsa sonrisa se va
derritiendo-... de abajo hacia arriba.
-Usted seguirá mis indicaciones -dice la señora
con los brazos cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre
oscuro.
Antes de sonreír débilmente, me obligo a pensar
que en la penumbra mis gestos son inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro
con un crujido de la pasta el cuaderno y sigo anotando con la mayor
velocidad posible, sin apartar la mirada, los números y apreciaciones de
esta tarea cuya ficción -me lo dice el ligero rubor de las mejillas, la
definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al llenar la página
cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas,
me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir
de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la
certeza de que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la
verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la
calle no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario
ramplón y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad
para convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si
las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación
seguiré las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta
encontrar la respuesta -quizá simple y clara, inmediata y evidente- a
través de los inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi
camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es
así, sólo gozaré más en los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban
alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocotón,
ese trozo mordisqueado -me acerco con el pretexto de mis notas- por unos
dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne
ocre de la fruta. No miro hacia donde está la señora. Finjo que sigo
anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla
mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera
repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca
de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de
goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan hasta el filo
de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo largo del piso,
hacía donde está la señora...
Cierro mi libro de notas.
-Continuemos, señora.
Al darle la cara, la encuentro de pie con las
manos sobre el respaldo de una silla Delante de ella, sentado, tose el humo
de su cigarrillo negro un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible:
los ojos están escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y
colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece
seguir mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos
grises, cuelgan de los pómulos salientes y las manos verdosas están
escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo
revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos. No
se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil (como si la
respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta de flema,
irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del
zaguán.
Ridículamente, murmuró: -Buenas tardes... -y me
dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las pistas. La
aparición de este lobo asmático justifica un pronta huida. Repito
"Buenas tardes", ahora en son de despedida. La máscara de la
tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece
fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga
y me detiene.
-Valdivia murió hace cuatro años -dice el
hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la
laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado por esa garra fuerte, casi dolorosa,
me digo que es inútil fingir. Los rostros de cera y caucho que me observan
nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo, fingir por última vez,
inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:
-Amilamia...
Sí: nadie habrá de fingir más. El puño que
aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo por un instante, en seguida afloja y
al fin cae, débil y tembloroso, antes de levantarse y tomar la mano de cera
que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con
los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco que no logra
descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi invención,
súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas
pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de
vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la
intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo
no tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me
han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy
a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a
pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa
del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la
revista de dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la
bicicleta, el delantal de cuadros azules... Decido salir de esta casa sin
decir nada. El viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en
mí. El resuello tipludo me dice:
-¿Usted la conoció?
Ese pasado tan natural, que ellos deben usar a
diario, acaba por destruir mis ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la
conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia,
asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste
memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse
con el deleite de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer
pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora
me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que,
acaso, intuía fugaz?
-Sí, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.
-¿Qué edad tenía ella? -dice, con la voz aún
más apagada, el viejo.
-Tendría siete años. Sí, no más de siete.
La voz de la mujer se levanta, junto con los
brazos que parecen implorar:
-¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por
favor...
Cierro los ojos. -Amilamia también es mi
recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y
descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es
cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una colina de hierba y
Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y me saludaba
desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la música de
mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los olores de
mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando, vestida de
blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen tendido
en la azotea...
Toman mis brazos y no abro los ojos.
-¿Cómo era, señor?
-Tenía los ojos grises y el color del pelo le
cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles...
Me conducen suavemente, los dos; escucho el
resuello del hombre, el golpe de la cruz del rosario contra el cuerpo de la
mujer...
-Díganos, por favor...
-El aire la hacía llorar cuando corría; llegaba
hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre...
No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco,
ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.
-¿Cómo era, cómo era?
-Se sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas
con las ramas y fingía el llanto para que yo dejara mi lectura y me
acercara a ella.
Los goznes rechinan. El olor lo mata todo:
dispersa los demás sentidos, toma asiento como un mogol amarillo en el
trono de mi alucinación, pesado como un cofre, insinuante como el crujir de
una seda drapeada, ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta
honda y perdida, brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan.
Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro
lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en
seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa
enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi
encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen
una piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo,
templo de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las
uñas incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su
rastro de cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí,
del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los
cirios y entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros
de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes;
los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines del diablo,
las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos
de hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de
saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los
zapatitos gastados, el triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta;
dos ruedas paralelas, abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al
frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones
azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles
y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte,
parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero
funeral en el que reposa, dentro del féretro plateado y entre las sábanas
de seda negra y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmóvil y
sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de
rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados, pestañas
reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan
saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el
puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar.
Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre,
estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo
impúber, limpio, dócil.
Los viejos se han hincado, sollozando.
Yo alargo la mano y rozo con los dedos el
rostro de porcelana de mi amiga. Siento el frío de esas facciones
dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta cámara real de
la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olbida a su
amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas
digitales quedan sobre la tez de la muñeca.
Y la náusea se insinúa en mi estómago, depósito
del humo de los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la
espalda al túmulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos
desorbitados no hacen temblar la voz apagada:
-No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no
vuelva más.
Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con
los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo
del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle.
V
Si no un año, sí han pasado nueve o diez meses.
La memoria de aquella idolatría ha dejado de espantarme. He perdido el olor
de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya
regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el
parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los
espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más poderosa que la
otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora
de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar aquel cuaderno
de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo. Y de sus
páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía
infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla.
Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo,
aceptarían este regalo.
Me pongo el saco y me anudo la corbata,
chiflando. ¿Por qué no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la
niña?
Me acerco corriendo a la casa de un piso. La
lluvia comienza a caer en gotones aislados que hacen surgir de la tierra,
con una inmediatez mágica, ese olor de bendición mojada que parece remover
los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una
raíz en el polvo.
Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto.
Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su
eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. También mi
ropa, mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta
se abre.
-¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!
Sobre la silla de ruedas, esa muchacha
contrahecha detiene una mano sobre la perilla y me sonríe con una mueca
inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del
cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coquetería el
delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del
delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el
cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los
hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la
permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero
también anhelante, ahora miedoso.
-No, Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el
resuello tipludo del viejo, cada vez más cerca:
-¿Dónde estás? ¿No sabes que no debes contestar
las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra
vez?
Y el agua de la lluvia me escurre por la
frente, por las mejillas, por la boca, y las pequeñas manos asustadas dejan
caer sobre las losas húmedas la revista de historietas.
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